viernes, 12 de noviembre de 2010

Ese algo de luz


     Se deja detrás de sí sólo aquello por lo que se ha vivido. No hay, en realidad, causas por las que se muere. Sólo las hay, de verdad, por las que se vive.

     No quita ello que sea la muerte aquello por los que muchos viven.

     Así, hay quienes dejan vida, y otros, muertes. Y, cada uno, la medida o la ausencia de su humanidad.

     De los dones de la vida, quizás el legado más humano -más fraterno- sea el de haber incrementado la lucidez.

   De todos los dones, ese algo de luz que, día a día y noche tras noche, alguien va encendiendo para sí desde la oscuridad de su indigencia, después de haber superado la encrucijada de optar entre la lucidez y el poder (incompatibles, por negar éste la fraternidad que la lucidez revela).

   Esa misma lucidez de la que quiso hacer partícipes a sus hermanos el último de los profetas de Israel, y que se tradujo en el mandato de no tener a nadie ni por maestro ni por señor, porque sólo Uno lo era... Mandato éste que es concreción eminente de aquel otro que consigna el Deuteronomio: el de elegir la vida.

   La herencia a dejar será la opacidad de la insignificancia (no ausencia sino oscurecimiento de lo significativo) o esa partícula de luz para esa partícula de universo que es el hombre. Ni poco ni mucho. Y, sí, la inconmensurable diferencia entre ser uno y ser nada.

     Hay momentos en que ciertos espejismos tornan falsamente luminosa la opacidad de las cosas, o se insinúa en ellos confortable y digno el ilusorio poder de sentirse uno maestro y señor. A veces acontece ese como exilio del alma en la oscuridad del sentido; hay insania, ausencia de sí, en el ausentarse uno del hermano. Esto ocurre cuando, en esa opción entre lucidez y poder, eligiéndose el poder se elige la esclavitud.

De ignorancia ignorada a ignorancia sabida


Todos viven sobre la tierra;
¿pero presumes acaso que 
todos y cada uno se
hayan dado cuenta de ello?
GOETHE

No es suficiente sentirnos vivos para asumir que de verdad lo estemos, por más que esta reticente y fugaz experiencia nos dé una sensación de plenitud. Es necesario descender hasta allí donde persiste todavía la nostalgia o el deseo de sentirnos tales. En esa sorda -y quizás prometéica- exigencia de que ha de encarnarse nuestra vida en un ideal, un valor, una misión o un destino. Como si siempre, desde allí, estuviéramos pensando que nuestra vida, para ser tal, debiera ser referente privilegiado de un sentido, portadora de un propósito.
Pareciera que ambos -sentido y propósito- tuvieran que ver con qué ha de ser vivido, por qué, para qué, para quién. Con actividades, fines, personas y causas. Y que a todas esas preguntas habrían de corresponderles respuestas precisas, inequívocas. Que, si nos detuviéramos en ellas, advertiríamos estar prefiguradas desde metáforas primigenias de raíces hundidas en la tierra nueva, siempre presente y siempre latente, de nuestra infancia. De cuando, en el aprendizaje del espacio y del tiempo, las coordenadas de ese castillo de maravillas, que día a día construíamos, eran la del reino de lo de arriba y de lo de abajo, de lo de dentro y lo de fuera, de lo de antes y lo de después. E, implicadas en  ellas, las del día y de la noche, las de lo claro y de lo oscuro. Fue así como aprendimos y construimos el ordenamiento de hechos y cosas que nos libró de perecer en el caos al que la vida parecía entregarnos. Y, desde allí y entonces, también adquirimos la costumbre -esa falsa seguridad- de pensar que aquella totalidad que llamábamos vida recibía su orden y su sentido desde esas mismas coordenadas. Pensamos que había cosas superiores en ella, y también bajezas. Que había una interioridad fontal de la que surgían ambas y cuyo destino se bifurcaba hacia la projimidad del otro y hacia el sí mismo. Que también en esto existía lo alto y lo bajo, la reticencia y la generosidad, los réditos del presente sobre el pasado y los réditos esperados del futuro. La frente alta y la frente baja. La seguridad de lo manifiesto y el temor de lo oculto. El ángel y el reptil. La mirada diáfana y luminosa, y la oscura y torva. Así, desde estas coordenadas se fue construyendo el sentido, pacientemente, época tras época, según matices y acentos. Y se fueron desgranando los propósitos, hacia él convergentes y de él siempre distantes.
 Pareciera que de este modo fuimos intentando darle nacimiento al sentido. Sentido constructo, piedra a piedra, palabra a palabra, metáfora a metáfora. Edificado, hecho casa, por el decir. Habitado por cada quien como aquello que nos habría de proteger del desamparo del caos y liberarnos, quizás, de la aniquilación. Pero, también, sentido construido desde el discurso de un decir siempre precario, conforme a esas coordenadas de la finitud, incapaces de darle un nombre al Deseo y a aquello que a él nos arrastra. Así, jamás pudo el sentido llegar a ser un hogar definitivo. Porque      siempre fue casa inacabada e inacabable, construida y, a la vez, destruida y recreada, siempre intentada desde ese decir que, necesariamente exterior a ella, indefectiblemente habría de permanecerle fuera, en la intemperie que desde siempre se le destina al que siempre construye y nunca finaliza. Empeño duro y pétreo como el de Sísifo. Con la diferencia de que sólo la obsesión, no el canto, alimenta, las más de las veces, el paradójico sinsentido inherente a toda construcción de significado.
 Raramente surge la advertencia o la sospecha de que, quizás, la vida trascienda, desde su innominabilidad, todo sentido asignado. De que, quizás, paradójicamente, sea ella más simple -la simplicidad es esencia de lo divino- que las construcciones que el hombre levanta y que las motivaciones que la cultura le induce. Quizás, poco o nada tengan que ver con ella lo alto y lo bajo, el dentro y el fuera, el antes y el después, lo claro y lo oscuro. Quizás sea ella más transparente en sus raíces que todo ello, más creativa y abierta, más divinamente una y simple.
 Es posible que no pueda ser adjetivada, constreñida por cualidades que la valoren o privaciones que la menoscaben. Quizás tampoco se pueda decir de ella que sea "buena" o "mala", según la adjetivación de "rica" que pudiera darle el dinero, o de "pobre" que pudiera brindarle su carencia. O la de prestigiosa, o de poderosa o, incluso, de amada, conforme a lo que los otros pudieran otorgarle. Quizás toda adjetivación que provenga de bienes o privaciones le sea incompatible, porque -también quizás- trascienda ella infinitamente a los bienes que la adornan o a las privaciones que la ocultan. (Es posible que adornos y ocultamientos pertenezcan tan sólo a la mirada y también es posible que toda mirada sobre la vida sea tan sólo una forma del decir...)
 Si esta fuera la advertencia o la sospecha, habría entonces que atenerse al vivir a secas. Vivir intensamente la vida desde la inmediatez del misterio de sí misma como epifanía y modo de ser del universo. Vida de animales, de árboles, de hombres. Vida. Vida de universo que cada uno es. Proceso siempre abierto de lo siempre único y nuevo en este cosmos infinito. De eso que en cada hombre es pensamiento único, palabra única, amor único y también cultura y socialidad peculiar e histórica. De eso que en cada ser vivo es expresión de una recreada energía siempre en pugna con su degradación, y que es, en el hombre que no ha extraviado su humanidad, creatividad negatoria de toda disolución. Y lo es precisamente porque ha hecho de todo dolor, de su dolorosa conciencia y de la imposibilidad de responder más que imaginariamente a su sentido, el objeto de su activa negación.
 La cuestión del sentido deja, entonces, de ser significativa. Así me parece. Y comienza a serlo la de "lo significativo". Que no sería otra que la del intento activo, siempre abierto, de la progresiva y humilde identificación de nuestra conciencia vivencial con la Realidad, o si se quiere, con el Universo, o la Creación, o la Acción, o como quiera nombrarse a la Vida misma.
 Se llega así a las puertas. Algunos las abrieron, después de haberlas encontrado. Eran las propias y a ello se animaron. Oírlos no es vano. Pueden ayudarnos a encontrar y abrir las nuestras.

ooo

Muchas veces pensé en estas cosas, como quien imagina, atónito, al árbol contenido en la semilla, y contempla su frondosa complejidad manifiesta y la abstracta naturaleza del germen oculto. Así de inquietantes, a la vez que abstractos, me parecieron estos pensamientos. Y sin embargo, entrañablemente presentes y tangibles, cuando cada mañana inicio mi labor y cada noche de ella descanso.
           
ooo

Me ha servido pensar que, en términos de esa misma inteligencia, lo significativo del vivir humano -de mi vida, de toda vida- es esa siempre recreada negación entrópica: la de la activa disolución de lo que indiferencia, de lo que asimila, masifica, erosiona, corroe, hiere, distancia. Y que ello lo experimento cuando mi mirada se abre a un día nuevo, a una sonrisa nueva, a una forma nueva, a un color nuevo, a un orden nuevo. Cuando mis manos dan una caricia nueva o cuando ellas la reciben. Cuando me surge un verso que se enhebra con otro y me nace el poema que a mí y al otro ilumina, consuela o abarca. Cuando a veces así también ocurre con mis pensamientos, después de lograr volcarse ellos en mis papeles de escribiente. Cuando en mi trabajo una idea, una  frase o una forma comienza a habitarme. Cuando una mirada tierna me sorprende o cuando me pierdo en las pupilas de mi hija. Cuando alimento un pájaro o acaricio un niño que se duerme en mis brazos o en el regazo de mi prójimo. O cuando doy agua al árbol sediento y calmo la sed de mi hermano. Cuando estas y otras cosas me ocurren, a pesar de todo el dolor que tantas veces he de beber quemándome las entrañas, ya no se cuál podría ser mi respuesta a la cuestión fatigosa de construir un sentido. Me parece entonces intuir -más allá de las conceptualizaciones de mi inteligencia- que hay un absurdo encerrado en la pregunta. Percibo que, aun si no lo hubiese, quedaría igualmente incólume mi ignorancia y también mi paz.
 Da sosiego sentirse universo o parte de él, e intuir que fue el mandato de una entropía negativa aquello que insufló Lo Innominado en la arcilla con que plasmó al hombre. Y que es ese el mandato: el de tornarse hombre el hombre preservando el imperio de la vida, frente a ese despotismo persistente de la muerte al que tanta avaricia, inequidad y despojamiento de tantos somete a tantos. A unos como desdichadas víctimas y a otros como indecibles victimarios. Son muchos, así, los que en vida pierden la vida a manos de aquellos que, en vida, neciamente ganan la muerte a cambio del despojo.
                         
ooo

Lo otro, las interminables disquisiciones a propósito de la construcción del sentido -las de tantos filósofos y adustos pensadores a través de los siglos- se van tornando un peso difícil de soportar. Quizás tenga, también la inteligencia, su edad. Quizás la nuestra sea aún demasiado adolescente para soportar sobre sí tantos "recuerdos de familia", o, quizás, haya prematuramente envejecido y ya no pueda asimilar tanta enfática construcción y tanto desmoronamiento de "sentidos" nuevos. No obstante, lo cierto  es que desde milenios el pensamiento humano persiste en reiterar este ciclo. Se diría que es también la vida la que genera en las culturas esa paradoja de erigirlos y desmoronarlos, de que los hombres intentemos respuestas  siempre inadecuadas ante el acertijo del sentido, que casi puntualmente -generación tras generación- pareciera enfrentarnos.
 Se me ocurre que aquellos que son capaces de imaginar que su indigencia es colmable y que el universo espera su palabra son los que también creen que es necesario el don piadoso o la piadosa limosna del sentido para que la vida no se agote ni el universo se aniquile. Son ellos los que, en el olvido de la vivencia de lo significativo, privilegian la construcción del sentido, habiendo dejado de advertir que lo significativo es de la esencia misma de la vida y que esa reiterada construcción es, quizás, tan sólo un reiterado e inconsciente recurso de la inteligencia contra la ansiedad o la angustia que en muchos todavía produce vivir en la intemperie, como en ella mora el universo que somos. Y que esto ocurre, generación tras generación, en el siempre recurrente y pedagógico intento que la vida hace para, de alguna manera, asegurarse de que nuestra mutancia se consuma, de que siendo hombres podamos tornarnos humanos.
Y también se me ocurre que es esa paradoja de construir y deshacer sentidos la que nos abre esta otra cuestión: la de percatarnos, desde la lectura de la vida misma, de esa su sabia e inherente pedagogía: aquella por la que hemos de ser conducidos, paso a paso -de ignorancia ignorada a ignorancia sabida-, a la toma de conciencia de que es a nuestro cuidado y pastoreo que este nuestro mundo  ha sido confiado. Que en ello está nuestro ser y nuestro  propósito. Porque es ello lo significativo. Como ya está contenido en el decir del Génesis.

 Fotografía de Mr DoS Josué Arévalo - www.flickr.com/photos/ El Pensador

sábado, 23 de octubre de 2010

El laberinto, metáfora del extravío.

El laberinto es una metáfora del extravío. Una metáfora de la conciencia perdida del existir. Casi una ausencia. Carece de substancia. Y su intento de geometría es vano.
No hay laberintos preexistentes a los que se ingrese por decisión o por azar. Cada conciencia extraviada va trazando el suyo desde su reiterado y angustiante otear la presencia del sentido. Por esto, todo laberinto es laberinto de miradas y de ansias. Y es su consistencia -o su levedad- la imaginaria del deseo y de su compulsivo apetito.
 Las miradas del laberinto son miradas que se miran a sí mismas en infinitos espejos desde los que se abren caminos infinitos e interminables. Que sólo pueden ser mirados, no recorridos. Caminos inconsistentes, sutiles, imaginarios. Obsesiones hipnóticas de miradas que anhelan encontrarse con el sentido que esperan y que, detrás de cada espejo, inconfesadamente imaginan serlo.
Nunca se habrá de matar al Minotauro. Significaría morir a todo deseo y a todo apetito, y morir, así, al sentido imaginado de sí mismo. Si esto aconteciera, el universo de muchos se desvanecería. Ya no  habría en él ni miradas, ni espejos, ni laberintos.
 Son las miradas de Teseo las que van trazando el laberinto. Y es Ariadna quien recoge cada una de ellas para que el regreso sea posible, porque no está libre de temores el alma joven del héroe.
Retornar depende de ese fragilísimo hilo y del imaginario supuesto de que el trazado de las miradas habrá de ser luminosamente geométrico y, así, fácilmente aprehensible por el recuerdo. El hilo se va hilvanando desde esa misma conciencia y desde esa supuesta geometría, y la frágil Ariadna es su incansable memoria.
La cuestión del retorno parece vana. El laberinto es la enmarañada urdimbre que febrilmente tejieron las miradas de Teseo. No el   camino de la luz y del sentido imaginado. No hay en realidad retorno posible. Sólo queda sostener la mirada vacía del Minotauro en las negras cavernas del útero vanamente añorado. No habrá hilo ni memoria. Ni miradas ni espejos. Será Teseo un hombre nuevo, en camino al Universo. Y Ariadna, la conciencia plena, luminosa y pacífica de cada instante. 
Es ésta la conciencia reencontrada de Teseo: que es una e idéntica la añoranza del útero y la esperanza del sentido.  

Ilustración: Teseo, de Antonio Canova, 1783.

Sólo el diálogo nos libera de las muertes mutuamente infligidas


Sólo el diálogo que intenta la verdad nos libera de las opresiones mutuamente infligidas.
Sólo el diálogo nos libera de la ilusión de la autosuficiencia.
Sólo el diálogo nos libera de la necedad en la que muchas veces nos acontece recluirnos.
Sólo el diálogo nos torna humanos.
Sólo siendo humanos accedemos a lo único que de verdad cuenta, más allá de la labilidad del poder y de la riqueza: esa mirada plácida, franca y serena en el encuentro con la mirada del otro.
Sólo el diálogo alberga la simiente del sentido y de la vida.
Sólo el diálogo nos libera de las cárceles mutuamente infligidas.
Sólo el diálogo.
En todas las instancias.
En todas las crisis.
Sólo el diálogo.


La autoría de la fotografía que ilustra estas líneas pertenece al Grupo Escombros.

jueves, 7 de octubre de 2010

El escritor más intenso


Johann Heinrich Füssli (1741-1825) 
El escritor más intenso es el que
sabe leer bien sus propios sueños.
Héctor Libertella

 Leer los propios sueños. Este sería el secreto. Como si ellos fueran un texto y tuvieran un lector atento: el escritor mismo. Lector, éste, muy especial. De aquellos que, además, lo son por oficio. De los que saben leer bien. Esto parece importante y, a la vez, obvio. No se trata simplemente de leer, sino de saber hacerlo. Sólo algunos poseen ambos privilegios. Tampoco lo de leer habría de tomarse a la ligera. Correría serio riesgo la intensidad del escritor. Y, finalmente, de descuido en descuido, de distracción en distracción, también su propia razón de ser.

A su vez, la escritura tendría que resultar necesariamente intensa. Así lo ha sido la lectura previa. Y el texto, al que ella se ha aplicado, resultar literalmente extra-ordinario, único, carente de comparación posible. Se trata de los sueños mismos del escritor.

Sueños oníricos, sueños-ilusiones, ensoñaciones, deseos profundos. Libertella deja abiertas, de par en par, las puertas de la polisemia. Se trata, a secas, de los sueños. Por lo demás, cada uno sabe a qué sueños es afecto, qué tipo de sueños lee, qué sueños padece.

Por último, la escritura -el texto final- no sería más que la pro-fecía, el oráculo desde cuyos labios el texto fundamental del sueño habla. La encarnación apofántica del verbo revelado en la escritura nacida de la lectura atenta. El escritor sería, a la vez, el lugar en el que el sueño revela, el intérprete atento y el mensaje. Delfos, la Sibila y su oráculo. Y, el lector, un Edipo ciego que busca la luz de su destino en los sueños profundos de un escritor intenso.

No soy escritor. Apenas si escribiente de papeles como éstos. Y, entre los tantos escribientes, de aquellos que lo son en ocasiones. Me pregunté, desde esta mi precaria diletancia, qué tipo de texto era el mío. Si realmente tenía algo que ver con aquellas texturas que entretejerían mis sueños. Si mi escritura, sin yo saberlo, intentaba expresarla. Y, en ese caso, si esa inevitable lectura era, a espaldas mías, atenta. Y me seguí preguntando hasta que advertí que, aunque escribiente, me comenzaba a agradar la idea de serlo intenso. Esta adjetivación de Libertella nunca se me había ocurrido y, por esto mismo, jamás la había pretendido. Conocida, se me antojaba importante. Comprometía no sólo mi habilidad de estar atento. Ponía en cuestión la existencia, en mí, de un texto. Respecto de éste, excluí que, si en mí había alguno, fuera de naturaleza onírica. Algunas veces tuve sueños que consideré extraordinarios por una cierta lógica narrativa en ellos y, también, por cierto atribuido simbolismo arquetípico que me llegó a parecer pertinente a algunas inquietudes e incertidumbres que aquejaban mi vigilia. Sin embargo, todos ellos finalmente me habían resultado como fragmentos de una inquietante escritura críptica, preexistente a la vez que no acabada, que concernía a todos y que, al mismo tiempo, se refería a mí. En fin, una urdimbre de signos cuyas mutuas y reales referencias presentía hallarse en su reverso -que sabía inaccesible-; signos que se me aparecían bajo la luz tenue de un claroscuro con zonas de sombras de espesura infranqueable. (A veces llegué a pensar que también los pensamientos que, en mi afán de objetivación, escribía en mis papeles no eran otra cosa que una extraña prolongación de esos mismos signos que incesantemente entretejían esa misma urdimbre, sin nunca poder llegar a saber ni su sentido ni su diseño).

Nunca pude extraer luz de esos sueños. No obstante, imprimían en mí un estado de ansiosa expectación. Me parecía que en ellos había como un intento de manifestarme algo acerca de aquello que yo presentía ser lo que más me importaba. Y seguía adelante. Me preguntaba por esos otros sueños. Por mis deseos más escondidos. Lo iba haciendo paso a paso. Máscara tras máscara. Hasta llegar -así me parecía- a un rostro desnudo, primigenio, en el que creía ver los rasgos de mi aspiración más profunda y protegida. Aquella que, como contrapartida, espejaba mi carencia más acuciante, ese apetito siempre insatisfecho de mis propias raíces en las entrañas mismas del Deseo. Carencia que me parecía intuir emparentada con las apenas aprehensibles resonancias de la metáfora bíblica del desierto. Muy cercana al sentir de Qohelet. Más allá de la evanescencia de todo fruto humano. Teniendo ella todo que ver -no sabría explicarlo- con Lo Innominado, en esa obstinada infinitud asintótica del Deseo (como en el intenso y sacrílego intento de cruzar el abismo de identidad que separa Sefirot y En Sof, el Todo y la Nada divina de la Cábala).

Fue entonces que me sentí invadir por el desánimo. Ese texto sí que me era casi del todo inaprensible. Por más que mi lectura fuera infinitamente intensa e, igualmente infinito, mi oficio de lector. Mi problema era la posición misma del texto que yacía en mí. Estaba ahí, deslizado hacia la otra orilla. Como estando en mí y, al mismo tiempo, fuera de mí. No podía llegar a ella por más que mi atención se intensificara y se extendiera. Comprendí que lo imposible sólo tenía que ver con mi único y precario lenguaje -lectura y escritura- posible: el de la metáfora. Ese texto estaba, casi del todo, echado en su cono de sombra, deslizado hacia la disimilitud.

Empecé de nuevo. Me recordé escribiente. Volví al consejo del escritor. Me esforcé por estar más atento, bien atento. Incluso entrecerré los ojos como hacían los griegos para poder atisbar el misterio (lo perceptible sólo por la mirada de ojos entrecerrados en el climax de la atención). Pero, nuevamente, lo único que logré entrever fue el mismo cono de sombra en cada una de las metáforas que intenté. En todas ellas, de una manera u otra, yacía indescifrable el mismo texto. La misma textura, la misma urdimbre de signos únicos y enigmáticos. Infinitamente familiares. Infinitamente indescifrables. Y, si algo nítido me pareció percibir -no ya leer-, fue que ese texto yacente tenía las vibraciones de Lo Innominado. Profundamente ligadas y acordes con las de mis propias raíces, pero extrañas a las de mis propias palabras.

Jamás podré escribir ese texto. Jamás podré ser un escribiente "intenso". Quizás sólo trazar palabras que logren inducir el presentimiento de ese otro texto imposible de hacer. Y si esto último se tornara posible, es mi sospecha que ese texto milagroso revelaría los sueños, no ya del escritor o del escribiente, sino del hombre -de cada hombre- que subyace en ellos y de quien ellos son apenas una resonancia, lejana y casi imperceptible.

Pensé que el ser humano más intenso sería aquel que supiera leer "bien" la imposibilidad de que sus sueños -aquellos que echan sus raíces en el cono de sombra de las metáforas primordiales- lleguen a ser textuables. También pensé, a la luz de esto, que no es posible el escritor descripto por Libertella, por más atenta que fuera su lectura e intensa su mirada. Que toda escritura de lo significativo se instaura en ser guarda y circunloquio del silencio. Y, finalmente, que escritor y escribiente, ambos, habrían de ser fieles a aquel precepto de Wittgenstein: de que aquello de lo que no se puede hablar, ha de ser callado, añadiendo, quizás, que, no obstante, han de ser metáforas del silencio las solas que justifiquen su escritura.

sábado, 2 de octubre de 2010

En los albores de la mutancia


   La luz atraviesa lentamente el horizonte. Lentamente se despliega la alborada del sentido en la mente rudimentaria y anómala del mamífero mutante. 

   La luz nació encarnada en el utensilio que hizo posible asegurarse el alimento y ser guardián del fuego y de la vida.

   Nació encarnada en ese amor extraño y nuevo por el que el macho y la hembra sintieron que él era infinitamente más que la cópula, y sus cachorros infinitamente más que criaturas expelidas de un útero.

   La luz se hizo plena haciéndose carne en el gruñido del mutante; y se transformó en palabra. Se hizo verbo para nombrar a lo que se ama y a lo que se odia, a lo significativo y a lo deleznable. Y también para nombrar lo indecible que a cada mutante  anonada.

   En los albores de la mutancia fue la luz hecha verbo. Y el verbo fue vida para el hombre naciente.  

   De luz y verbo tejió el mutante sus mitos para expresar lo significativo con que su existir lo sorprendía y lo aterraba.

   Intuyó el silencio en los límites de la palabra. El silencio abismal que envuelve al universo y a la mutancia, y que antecedió a la alborada. Lo imaginó en la infranqueable disimilitud a la que toda metáfora arroja. Y lo llamó “Dios”.

   Dios de los mutantes. Dios innombrable de la invocación sin palabras. Dios infinito del silencio. Dios de la alborada. 

 Ilustración en http://www.taringa.net/posts/musica/5492271/All-nightmare-long_-Metallica.html

viernes, 1 de octubre de 2010

Se hizo noche esa noche en Mataderos

En silencio
por las calles
se pasea
el silencio
de la luna.

Somnoliento
un tranvía
va a tientas
por los rieles
de la noche
vagabunda.

En la esquina
se hizo noche
la palabra
y el amigo.

Solo quedó este frío
acariciando
penumbras.

Fotografía de Ramón López publicada en raislost.blogspot.com

jueves, 30 de septiembre de 2010

Entre número y número, infinitos universos.


   Entre número y número hay infinitos universos. En las hendiduras de la sucesión de lo discreto hay abismos insondables.
  Que esto así sea no es locura. Ni extravagante, pensarlo,
  Nadie ha penetrado la hendidura que -en realidad, no en la abstracción de los matemáticos- separa el cinco del cuatro, a éste del tres, al uno del cero.
 Cada hendidura marca la infinita diferencia entre lo creado y lo creable. El "+1" la simboliza, aunque inadecuadamente. En realidad todo "+1" es "+ infinito". Sólo Dios -o lo que esta palabra vanamente intenta aferrar- puede crear el 5 después del cuatro, éste después de 3, el 1 después del cero. Y, al igual que el 1 después del 0, todo lo nuevo respecto de lo anterior.
   Cuando el hombre cuenta, salta abismos. Difícilmente advierte que es, en las hendiduras que la sucesión sensorial de lo discreto soslaya, donde eternamente la creación trabaja y se le oculta.
   ¿De qué se trata en todo esto? De la simpleza de que no se puede sumar una manzana a otra sin pasar de la nada de ésta a su realidad. Y de que en la conciencia de este pasaje y de esta infinita hendidura estriba la diferencia que abismalmente separa al sabio del que carece de sabiduría.
  Esta parece ser la enseñanza de lo obvio: que no es el contar lo que cuenta, sino la hendidura.


viernes, 20 de agosto de 2010

Las progenitoras de las palabras


Fotografía de Bahman Farzad  - www.flowerimages.com
La Muerte y la Luz están por todas partes. quemando palabras... quizás para crear algo bello. Roger Zelazni.

Alguna vez llegué a pensar que los encuentros entre personas eran asimilables a aquellos que acontecen en el submundo azaroso del átomo. Que lo humano respondía a ese mismo orden complejo de colisiones y fusiones no predecibles. Y que lo mismo ocurría con los libros. Como me aconteció con este texto de Roger Zelazny. Que no busqué. Que inesperadamente encontré cuando mi curiosidad, también imprevisible y azarosa, me llevó a él.
Retuve algunas partes de ese texto. Las ligué construyendo puentes suspensivos sobre las lagunas que yo mismo le abrí. Lo hice desde una interpretación casi espontánea y, sin dudas, nada respetuosa de su contexto. Recuerdo que, según los etimólogos, interpretar, en su significación más antigua, habría expresado la idea de negociar. Que es también la de intercambiar. Y la de generar diferencias en el dar y en el recibir. Creo que es esto lo que hice. Algo o mucho le quité a Zelazny. Algo o mucho le añadí. De alguna manera sentí que, sin yo quererlo, se iba creando mi propio texto. Como ocurre en todo encuentro humano, donde el otro puede ser reconocido y aceptado en su alteridad desde la similitud por uno descubierta o construida. Y, en este caso, la similitud que yo negocié para mi interpretación.
Instalado en esta impunidad interpretativa, me ocurrió pensar que la Muerte y la Luz son progenitoras de las palabras. Que éstas llevan en sí los genes de ambas. Que intentan fusionar esos dos misterios en el mismo y siempre renovado rito de ser dichas. Que, cuando esto acontece, ellas, a la vez que evocan la Muerte, iluminan. Que es por su Luz que la Muerte toma presencia. Que así son ellas. Y que así se comportan. Todas. Las del odio y las del amor. Porque no hay palabras de odio que no iluminen al que las recibe, ni palabras de amor que dejen de evocar la muerte en el amado. 
 También me ocurrió pensar que no hay palabras de un solo rostro. Que incluso aquella suprema que se dijo ser el Verbo -Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, según el testimonio de Juan en su Prólogo- también lleva en sí la posibilidad de su rechazo por las Tinieblas. Palabra que, apta para iluminar, también lo es para evocar la negación.
Los pensamientos son como las cerezas, solía decir mi padre. Nunca vienen solos. Siempre entrelazados con otros. Y el pensamiento que lo estaba con los anteriores era éste: que como la Luz era negación de la Muerte, y ésta de aquella, así de contradictorias habrían de ser las palabras. Así de inconsistentes y de encubridoras de lo esencial. Y que, quizás, nunca hubo ni "principio", ni "verbo" alguno en él. Sólo, en el lejano amanecer de la conciencia humana en el Cosmos, habría sido la Metáfora, el primer y eterno balbuceo del Universo en el intento imposible de la palabra que lo contuviera. O, también quizás, el infinito cono de sombra de una metáfora primordial en el que el hombre naciente hubiera creído sentir su hogar, al oír el pálpito fetal y estremecedor de Lo Innominado, de lo absolutamente Real. De lo no tangible ni por la Luz ni por la Muerte. De lo Sin Nombre. Del Alef abismal e impronunciable. En los penumbrosos confines de la metáfora. Allí donde ese infinito cono de sombra se interna en la infinitud de lo Disímil y donde se derrumba la muralla de todo lo imaginario.
 Siguieron, a éstos, otros pensamientos. Como, por  ejemplo, que no sería absurdo imaginar que el habitat posible del hombre en el Cosmos estuviera precisamente allí, en ese cono de sombra. Que habitar la palabra -afincándose en ella y no traspasando sus umbrales- pudiera constituir la Gran Equivocación. Y que incluso la palabra "hombre" sólo podía expresar la incongruente simbiosis de la exultación radiante de la Luz y de la abismal ceguera de la Muerte, de Eros y de Thanatos, y de todos aquellos otros dualismos que el pensamiento humano viene formulando en su inmaduro y empeñoso intento de levantar su tienda fuera de aquel cono de sombra.
 Por último, no pude dejar de pensar que, en ese mismo texto, Zelazny dice que las palabras son quemadas en el samsara. Que se consumen, crepitando, en la precariedad de ese fluir siempre evanescente que llamamos vida o ilusión. ¿Para qué? Quizá -responde- para crear algo bello. Pensé que esto también pertenecía a la ilusión. Que las palabras no se inmolan. Que no tienen tal conciencia. Que ellas ocultan, incluso a su pesar, lo que está más allá de la ilusión de la Luz y de la Muerte, del Amor y del Rechazo, del Sí y del No. Y que lo bello echa sus raíces en aquel mismo cono de sombra. Allí donde las palabras sólo pueden ser mistagogas del Silencio. Donde, si no son esto, sólo les queda ser grandilocuencia de la nada o hueca retórica de  lo banal.
Así me pareció todo esto en el breve instante en que mi mirada recorrió ese párrafo de Zelazny. Y lo volqué en palabras. En las mías, que también son, como las de él y las tuyas, hijas de la Luz y de la Muerte.

viernes, 13 de agosto de 2010

Cuando la estrategia es la pobreza. Un pensamiento de Nicolás Maquiavelo

 



Concluyo que los ofendidos no pueden vengarse, 
al ser pobres y estar separados…  
 Nicolás Maquiavelo
 El Príncipe,  III, 5,18.

Frente a la venganza posible de los desposeídos hay una estrategia exitosa para el que desposee: hacer que ellos -los que han sido despojados de sus bienes- permanezcan pobres y divididos. Empobrecer, dividir o, por lo menos, dispersar, es la fórmula que se manifiesta efectiva para mantener el status quo -que el dominador impone- libre de amenazas de venganza y de restitución del orden y de los bienes. A su vez, si se tiene en cuenta que los perjudicados son una mínima parte de cuantos componen un Estado (ibid.), no habrá de resultar dificultosa su aplicación.

Esto ha de hacerse con esos pocos. Los efectos repercutirán en los más, los que no fueron afectados ni en sus personas ni en sus bienes y que, en consecuencia, no teniendo razones para la intranquilidad, no habrán de sentirse inclinados a la revuelta viendo lo acaecido con aquellos pocos.

Esta estrategia pertenece a la grande industria, a la habilidad del colonizador, pero el éxito depende también de la fortuna. Es necesaria la primera, pero no es suficiente. El logro depende de la suficiencia de lo incontrolable, de la suerte. Esto implica que, finalmente, ni la generación planificada de la pobreza ni las estrategias de confrontación entre los desposeídos son suficientes para mantener el status quo y para constituir una ejemplaridad disuasiva. Podrá hacerse todo esto y resultar inútil a los fines del príncipe colonizador. También queda implícito que los desposeídos pueden mantener viva su esperanza y huir de la resignación. No necesariamente la fortuna ha de serles siempre adversa. Y si fueron colonizados por fortuna e grande industria, también podrán liberarse si, en la espera de la fortuna, desarrollan su propia estrategia de liberación.

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La pobreza es una bienaventuranza tan sólo en el Reino de los Cielos. Para el príncipe descripto por Maquiavelo es un recurso estratégico -imprescindible- de dominación. Sin embargo, no suficiente. La suficiencia no está en sus manos, sino en las de la fortuna. De ella depende la dádiva que, paradójicamente, hace de todo príncipe un mendigo.

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Desposeer a pocos. Tan sólo lo necesario. La desposesión es un procedimiento que habrá de realizarse a la perfección, en su justa medida. ¿Un mal necesario o una herramienta de precisión? ¿Un escrúpulo técnico o un dejo de escrúpulo moral? Estas dudas pueden permanecer abiertas a la discusión en una obra del siglo XVI. Hoy los despojos son burdamente masivos y las estrategias de empobrecimiento y dispersión obscenas en su incontinencia. Todo ello inimaginable para el canciller florentino. Y no desde la moralidad (o quizás también) sino desde la virtù y la industria.

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Empobrecimiento y dispersión. Una clave para que hoy los pueblos conozcan a sus príncipes y diluciden el nuevo orden.

domingo, 8 de agosto de 2010

Fue allí en Samaría

 

Ni huella de mis pisadas.
Ni eco de mis palabras.

Muy largo fue el camino.
Junto a la fuente
me pregunté
qué sed era mi sed
si ya no había labios
que sorbieran,
ni manos que al cántaro
sujetaran.

Fue allí en Samaría
que levanté mi tienda
en soledad de sed
y de palabra.

Sólo me envuelve
el silencio abismal de Elí
habitando su tienda.

Voy a Jerusalén
sin dejar huellas
mis pisadas,
sin dejar ecos mis palabras.