sábado, 17 de abril de 2010

"Diré tu nombre en mi soledad"





Diré tu nombre en mi soledad,
sentado en las sombras de
mis callados pensamientos...
Y lo diré sin palabras y sin razón...
Rabindranath Tagore

 Si con simplicidad de espíritu buscas una definición de ese Algo al que llamas con el nombre "Dios" u otro, sin enmarañarte en densas y complejas especulaciones de teólogos y filósofos, o de ciertos místicos escribientes, imagina ésta, simplísima: que Dios es tu mano. Y haz este ejercicio que cierta vez me enseñara un maestro espiritual -no un filósofo, no un teólogo, no un místico escribiente- que sabía hablarle al alma desde lo más hondo de ella porque, según podía inferirse de sus palabras, había sido el Desierto de Dios su Maestro. Esto decía:

Mira tus manos. Sabrás si eres ateo o no. Míralas. Si cerradas o abiertas. Si perezosas o activas. Si lentas o rápidas. Si desmoronan o edifican. Si arrasan o siembran. Si dejan caer o sostienen. Si abofetean o consuelan.

Por ellas haces a Dios en ti. Lo recreas y te creas cada vez que la ofrenda que de ellas mana incrementa vida en la vida de tus semejantes.

Cuando ya no adviertas que son tus propias manos las de tu prójimo, algo de eso que llamas Dios estará acaeciendo en ti. Si eso ocurriera, no lo sabrías. Tan sólo una sospecha te nacería cuando, al intentar cerrarlas, sintieras dolor e imposibilidad.

En ello estriba lo necesario. Pero podrás sentirte solo y ser esta insuficiencia la que te entristezca. Cúbrela, si así te pesa. Concédete la oración a ese Algo que te habita. Y, en lo recóndito de ti, ora sin palabras -no las hay ni para contenerte ni para contenerLo-. Será la paz la respuesta. Y sentirás que ella te es suficiente.

(No busques palabras que Lo nombren. No las hay. Como amor no es "amor", sino amar, que carece de nombre...)

lunes, 12 de abril de 2010

El urdirse de la urdimbre

    Lo que llamamos vida supone un revés, una trama de carencias, una urdimbre de dolores. Todo dolor proviene de la misma rueca y es del mismo filamento con que día a día, lentamente, se hila la muerte. La vida no es otra cosa que este lento urdirse. Y no otra cosa es el temor a ella que el temor a una historia sin fin; a que sea interminable el urdirse de la urdimbre; a que no le sea posible al hombre morir.

    Entre todo lo que en la urdimbre al humano le acontece, sólo la ternura pareciera ser el don y la gracia. Un don cálido y abrigado. Que no pareciera provenirle de sí mismo. Que le advendría, como el acontecer de un milagro inesperado, en su desnudo desierto.

    Podría ser imaginada como la piedad de Dios para con el hombre, por ser éste creatura torpe (-la esperanza es la de ser el hombre un real mutante en busca de la sabiduría-) nacida de sus manos. Y ser, por ello, receptáculo de piedad y dolor infinitos.

    Y, a la vez, pareciera que la ternura, toda ternura, engendrara en el hombre el perdón al Dios imaginado. (O que fuera Éste quien, en la participación de su ternura, a sÍ mismo se perdonara desde la infinitud de su piedad por lo irreparable del mal.)

    Así parecieran ser estas cosas en lo imaginario con que el hombre intenta sustantivar la torpeza inexplicable y lo carente de nombre.

    Sólo la ternura pareciera romper esa urdimbre. Si así fuera, sería allí y entonces, en esa rotura, en ese vacío, donde al hombre se le tornaría posible la muerte.

    Sólo Dios, desde lo imaginario, no retorna a su reposo. Continuará engendrando creaturas irreparables en su necedad. Logrará, una y otra vez, su propio perdón desde su infinita piedad hecha -y dada e imaginada- ternura en las roturas de las urdimbres.

    Así parece ser la vida del hombre y del dios que él imagina. Sin embargo, sobre ambos adviene la Ternura indecible, como indecible es la callada presencia de Lo Innominado.