viernes, 18 de junio de 2010

De allí y entonces y de aquí y ahora.

Giovanni Bragolin
   
Cuidaba de su pequeño con ternura infinita e infinito desapego. Pero deseaba que pronto muriera, porque, de lo contrario, sería un niño muerto.

   Jugaba con mi hija, que apenas era más grande que el suyo, como si, a pesar de sus años, fuera ella todavía una niña. Deseaba ser pequeña igual que tú -le dijo un día- para poder, como tú, colorear tus dibujos.

   Jugaba con mi hija, porque mi hija estaba viva.

   Amaba a su hijo. Tanto lo amaba que no quería que, estando vivo, fuera un niño muerto. Por esto, un día nos dijo que mejor sería que pronto muriera.

   Estas cosas ocurren cuando, en la tierra de todos, la pobreza de los muchos se torna tan indecible como la indiferencia de los pocos.

ooo

   Me he preguntado quiénes son aquellos pocos -si todos los pocos o si algunos de ellos- que siempre habrán de tener consigo a los pobres y que podrán excusarse de olvidarlos por un instante al perfumar los pies del Nazareno. Me he preguntado, también, cuánto habría de durar ese instante. Si en él se podría contener el hedor de los infinitos niños muertos. Y si los que pusieron en labios del Nazareno esas palabras, previeron que, mientras perfumaban sus pies -aún en la anticipada prefiguración de su entierro- infinitos niños pobres agonizaban -morían de no tener vida- en el agonizante corazón de sus madres.
   
   Fue otro el sentido del mandato. Debes abrir generosamente tu mano a tu hermano afligido y pobre en su tierra. Así está escrito en el Libro del Deuteronomio. Para vergüenza mía y de muchos. De allí y entonces y de aquí y ahora.

martes, 15 de junio de 2010

...mi jardín de senderos que se bifurcan...


Dejo a los varios porvenires (no a todos)
 mi jardín de senderos que se bifurcan.
Jorge Luis Borges

... pasar de una tradición del filosofar
puramente racional y abstracto
a una filosofía concreta nacida a
  partir de la interpelación existencial
con que se ve enfrentado el hombre
 en el “aquí” y  “ahora” 
de cada nueva situación histórica.
Ernesto Grassi

Muchos son los mundos reales, e infinitos los posibles. Son, ambos, los mundos de cada quien. Los reales, que son procesos y estructuraciones de hechos a ellos consecuentes, generados a partir de las opciones concretas del aquí y del ahora. Y los posibles, aquellos cuya existencia hicieron imposibles las opciones desechadas.

Vivimos -lo aceptemos o no- en el mundo real, en el de cada quien. Tangible, concreto, indecible. De penas y alegrías, de pacificaciones y sobresaltos, de iluminaciones y oscuridades, de frutos y desgarramientos. En radical e incomunicable soledad, cercados por un horizonte de finitud que llamamos muerte y que en vano intentamos imaginar inalcanzable.

A su vez, en los socavones de nuestra fantasía se abre infinito el mundo de lo posible. Aquel que se fue construyendo, en cadenas interminables de consecuencias y azares, a partir de cada opción desechada en cada una de las bifurcaciones en que la vida se nos fue abriendo. Aquel que Borges, en su Sendero de los caminos que se bifurcan, imaginó infinito, que no alcanzó a construir Ts’ui Pên y en el que, de haberlo logrado, los hombres se hubieran perdido.

El mundo de lo posible de cada quien se va haciendo en los márgenes. Cuando, en vez de optar por el sendero que se abre a nuestra derecha, optamos por el que se tuerce hacia a nuestra izquierda. O cuando, desechando a éste, nos entregamos a aquél.  Como si fuéramos un huso que entreteje una trama imprevisible en la que el reverso inesperado es lo posible, y lo real, igualmente inesperado, el camino que vamos siendo.

Ese reverso contiene, cifrados, infinitos futuros, infinitas identidades, infinitas relaciones. Todos ellos posibles. A ellos condujeron  los senderos no emprendidos, los caminos desechados desde la lucidez, los rumbos abandonados desde el cansancio o la indolencia, y aquellos otros, los interrumpidos por la intolerancia, la codicia o la envidia.

Nadie conoce el código que devele la cifra de lo que pudo haber sido. Todos intentamos imaginar esos ríos de eventos desde los cauces que no abrimos. Y, las más de las veces, como si con ello lográramos vernos en esos futuros desechados que, por un destino inexplicablemente esquivo, habrían de ser mejores que este presente que ahora se nos revela, de bifurcación en bifurcación, torpemente plasmado.

Cuando esta fabulación nos acontece, difícilmente advertimos que en esa trama laberíntica -necesariamente imaginada- de una existencia cuya temporalidad se articula en infinitas posibilidades de rupturas, convergencias, simultaneidades, ese yo posible del deseo -no circunscripto a ninguna determinación o circunscripto a todas- jamás podrá tener la individuación y la identidad del yo real e histórico.

ooo  

Esta consistencia de ser adquiere día a día su realidad -su concreción histórica, su espacio y su tiempo, su habitat y sus raíces- en la aceptación de la precariedad y del riesgo que toda bifurcación comporta en la respuesta que demanda. El camino para el hombre es éste: el de la interpelación continua -personal e ineludible- que sobre él ejerce su ser en el mundo. Y el de la respuesta que, en su concreción, ha de ser una -no dual- en la opción necesariamente irrevocable que de un sendero hace un camino real del ser en el mundo, y, del otro, una posibilidad en el laberinto infinito de todas. 

Respuesta que, mientras el hombre vive, nunca es definitiva porque no hay bifurcación que lo sea. Lo definitivo es el camino que, de opción en opción, de renuncia en renuncia, de riesgo en riesgo, se va trazando y que es, finalmente, uno mismo como expresión viviente de una posibilidad realizada o fallida de la Creación.

La interpelación siempre supone un “tú”. No somos interpelados para el hacer como finalidad sustantiva y última, sino para amar desde la entrega de la totalidad de sí. Hacer para el hombre es amar. Hacer es crearse a sí mismo -en cada interpelación de la existencia personal del “aquí” y “ahora”- para la entrega -valiosa para el “tú”- de sí. Ser es hacerse habitable, dador de los mejores frutos en uno madurados, acogedor y hospitalario. Una tienda y un hogar en la intemperie. 

Si la respuesta es otra, si otros son los senderos, el laberinto de las posibilidades que cada uno no ha sido habrá dejado paso a una historia -a un espacio y a un tiempo- del caos inhabitable, de la desolación, de la miseria, del hambre y de la necedad.  Como inhabitable, desolado, mísero, hambriento y necio es ese laberinto de círculos incomunicados que Dante, llamándolo Infierno, describió en La Divina Comedia como reflejo de la historia de su tiempo. Como inhabitable, desolado, misero, hambriento y necio es este laberinto de círculos incomunicados que, día a día, los poderes protagónicos de nuestra civilización -desde el exterminio físico, económico e ideológico- levantan sobre el planeta.

Lo imposible para el hombre se halla en sus posibilidades de negarse a la interpelación que su ser en el mundo le formula en términos de vida. La posibilidad real de lo imposible está en la respuesta que, frente al mandato de elegir la vida, opta por la muerte. La vida es posible, pero a ella se le opone -y muchas veces neciamente se le impone- la realidad de la devastación.

No ha de ser la inmadurez fantasiosa del laberinto infinito de lo posible lo que ha de enajenarnos de la respuesta positiva, día a día, a la interpelación concreta por la vida. En ese laberinto de lo posible el hombre se pierde tornando imposible su vida. Ella ha quedado lejos. No necesariamente por una simple e inmadura omisión de lo bueno. Sino por la omisión de la respuesta válida a la interpelación. La de elegir ser, que es tornarse un yo pleno y habitable. Una tienda y un hogar en la intemperie. Una posibilidad realizada, no fallida, de la Creación.

Esta parece ser la lúcida verdad de lo que es necesario y suficiente.

domingo, 13 de junio de 2010

El Dios de la alborada


    La luz atraviesa lentamente el horizonte. Lentamente se despliega la alborada del sentido en la mente rudimentaria y anómala del mamífero mutante. 

    La luz se encarnó en el utensilio que hizo posible asegurarse el alimento y ser guardián del fuego y de la vida.

    Y se encarnó en ese amor extraño y nuevo por el que el macho y la hembra sintieron que él era infinitamente más que la cópula, y sus cachorros infinitamente más que criaturas expelidas de un útero.

   La luz se hizo plena haciéndose carne en el gruñido del mutante; y se transformó en palabra. Se hizo verbo para nombrar a lo que se ama y a lo que se odia, a lo significativo y a lo deleznable. Y también para nombrar lo indecible que a cada mutante  anonada.

    En los albores de la mutancia fue la luz hecha verbo. Y el verbo fue vida para el hombre naciente.  

    De luz y verbo tejió el mutante su mitos para expresar lo significativo con que su existir lo sorprendía y lo aterraba.

    Intuyó el silencio en los límites de la palabra. El silencio abismal que envuelve al universo y a la mutancia, y que antecedió a la alborada. Lo imaginó en la infranqueable disimilitud a la que toda metáfora arroja. Y lo llamó “Dios”.

     Dios de los mutantes. Dios innombrable de la invocación sin palabras. Dios infinito del silencio. Dios de la alborada.