sábado, 7 de agosto de 2010

Andar desnudos el desierto



Foto: rosanaconda.spaces.live.com/
El Paraíso está cerca; en uno.
Pero el camino es el otro.
Y es lento y no muy seguro.
Eduardo Mitre
 Volví hoy, una vez más, al mandato bíblico de andar desnudos el desierto. A veces me siento como atrapado por sus resonancias. Como en una burbuja infinita a cuyo centro confluyen voces apenas inteligibles y mensajes entrecortados de una verdad que intuyo cercana y experimento inasible. Siento que ese mandato no se agota en la literalidad que aparenta contenerlo.
 Me pareció que ese desierto y ese desnudo andar de nómade estaban y ocurrían aquí, dentro mío. Que nada tenía que ver con ellos todo mi acudir cotidiano y solícito al deseo -casi siempre simbiótico- del otro -casi siempre indiferenciado-, en pos de esas "mercancías" que habrían de satisfacer mi corporalidad y también mi inmadurez. Que, en cambio, el mandato poco o nada decía acerca de las adyacencias y del reiterado transitar sus territorios. Que, sí, todo él se refería a algo que me era interior. Que esas adyacencias, las del acudimiento, eran, las más de las veces, sedentarismos similares a asentamientos de muertos, extramuros de la identidad y, por tanto, de la vida. Adyacencias por mí conocidas, por mí transitadas, y de las que el mandato nada explícito decía.
 Comencé a imaginar ese espacio interior como proceso, no ya como lugar. Sin otras referencias que las que surgían del mandato mismo: el imperativo -quizás la pulsión- de una creatividad siempre abierta y riesgosa y que habría de ser vivida en aceptación gozosa e irrenunciable, a pesar de la intemperie que sobre ella las adyacencias pudieran proyectar. Y, también, con las marcas propias de una gestación cuyo fruto final llevaría en sí la herencia genética de lo propio, la identidad de lo diferente y no categorizable. Esto comenzó a acontecerme al traspasar el umbral que me adentró en esa "psicología del atardecer" que Jung dijo caracterizar la etapa última de la vida.
 Pensé que allí, en ese lugar-proceso, la desnudez era el estado natural y que, naciendo "vestido", el despojamiento habría de retornarme a él. Desierto y desnudez que yo habría de generarme, que no habría de ser ausencia enajenante de mí, sino ausencia de los otros. No de todos los otros, sino de aquellos otros que, en cuanto hambrientos de una identidad renunciada, devoraban y devoran la otredad que era y soy para ellos. De aquellos otros que, afectados por la sujeción a la pulsión destructiva de lo propio, de la diferencia y de la desnudez, hicieron de su sordera muros impenetrables al mandato. Apenas sobrevivientes, a media vida en su adhesión simbiótica, en su succión de vida ajena, de esa vida "otra" que jamás podrá alimentar ni su regreso a sí, ni la escucha del mandato, como tampoco el don de su diferencia para aquellos de cuyas almas intentaron el despojo.
 Pensé que el otro que en verdad es otro es sólo aquel que, también en verdad, asume su desnuda mismidad, su desnuda diferencia. No quien, en su alienación, tiene como objeto irrenunciable y perentorio de su deseo el abrazo simbiótico y, en él, como pulsión última, la renuncia al nacimiento. Mi otro, el otro de mi tensión y de mi horizonte, si alguien ha de ser, ha de ser aquel que en mí busca la diferencia significativa, aquella que es justificación última de todo nacer a lo real. Ese mismo en quien yo busco la diferencia que me permita hacer de carne y espíritu mi condicionada identidad. Surgir, así, de identidades, en el don recíproco de las diferencias. Nacer de mutuas trascendencias, no apropiables, sino sólo mediables por la metaforicidad del gesto, de la palabra y, también, de la mirada y del silencio. Metaforicidad en la que éstos son, de verdad, lo que son: gestos, palabras, miradas y silencios. No de la indiferencia, sino del don salvífico de las mutuas diferencias. En el infinitamente respetable misterio de mi mismidad para el otro. En el igualmente trascendente asombro, en mí, por la otredad de ese alguien que me acontece en la gracia del encuentro.
 Pensé que esas trascendencias mediadas se llaman sociedad, ética, amistad, amor, religiosidad. Todas ellas posibles sólo en la reciprocidad de las diferencias. Y pensé, también, que la donación de la mutua desnudez, de la infinita diferencia, sólo podía ser tal si su verdad emanara del asombro por el don de la desnudez propia y de su abismal y paradójica exigencia de otredad. Así me pareció que era la trama que suponía el mandato. La textura que suponía ese texto. Que obedecer el mandato era la condición absoluta para que el hombre rompiera la cerrazón de su inmanencia y se liberara de las errancias vanas e ilusorias que en ella habitan. Y que, teniendo mucho que ver esto con la posibilidad de una comunidad humana sólo realizable desde el amor y la solidaridad de las soledades, ese mandato se me tornaba insoslayable. En verdad, me parecía oír en él la voz lejana y familiar de mi raigambre perdida o, quizás, infinitamente olvidada.

jueves, 5 de agosto de 2010

UN PEREGRINO

¿Quién puede comprender
esa sed de llanuras
en las grietas del ser?
Vestido de silencio,
erguido caminaba sobre el mar.

Quizás en pos del rostro
perdido de su niñez,
o del duende escondido
en el eco soñado
de un caracol.

Venía de antes
y de muy lejos.
De una tumba, quizás.

Un peregrino
es un misterio de hombre,
polvo y eternidad.