sábado, 23 de enero de 2010

Reflejos de un poema no escrito


I

   Mucho es lo que he escrito en la arena. Se han cansado en ello mis manos y encorvado mis espaldas. Nada de lo allí escrito recuerdo. Sólo me queda este cansancio y esta curvatura mirando al cielo.
   Muy poco he escrito en papeles. He intentado en ello palabras, y, tan sólo, he logrado balbuceos. Todas mis metáforas han sido como ese mi intento de niño de darle un nombre al Universo.
   Se me han apagado los dioses y los poetas. Sólo me queda la curvatura, el cansancio, el gesto, los trazos, lo efímero, lo postrero. Y una luz extraña, tibia y hogareña, que de tanto en tanto me habita, mientras todo se me torna serenidad de plenilunio en mi silencio.

II

   Miles de millones son los excluidos, los hambrientos, los mendigos, los niños famélicos, los despojados de esperanzas, los torpes, los humillados y ofendidos, y todos aquellos que se preguntan sobre la culpa ancestral que los arrojó a la vida sin su consentimiento.
   Muchos hay, pero no entre ellos, adoradores incondicionales del ego. Los que han hecho del sinsentido sentido, de la corrupción virtud, de la virtud desasosiego. Los que ignoran compartir el pan con el hambriento y acercar un vaso al sediento. Son ellos los muy poderosos. Son ellos, los muertos.
   Son para los vivos mis balbuceos. Fueron escritos desde la desolación, contemplando el dolor y la muerte que, sobre el planeta, siembran ellos, poderosos, los muertos.

viernes, 22 de enero de 2010

Alfonsina Storni. Apuntes sobre una visión de lo humano. (1)







MI FATALIDAD (2)

No pretendo engañarme... Bien que me lo sé yo.
Era mi predilecto y por eso se murió.
..................................................
No sé si habré sido contagiada de mal.
Van tres veces que planto y se me muere un rosal!

Así murió en mis manos todo lo preferido
Y se fue de mi lado sin merecer olvido.
..................................................
Cada vez que un capullo se cierra en mi jardín
Suelo mover los labios atacada de esplín

Para decirme: Vamos! Bien lo sabia yo!...
Era mi predilecto y por eso murió.

Hay un saber experimentado en Alfonsina. Un saber inmune a todo autoengaño, absoluto e incontrovertible. Y una certeza que lo envuelve, tan dura e impenetrable como la de cada creyente. La de que todo lo predilecto habrá de tener como destino la muerte, y la de que todo lo que ella, Alfonsina, ame, habrá de morir en sus propias manos. La muerte acaecerá con la obstinación de lo ineludible. Todo lo predilecto habrá de morir. Esa es la ley. Esa es la Fatalidad.

No es, en realidad, ni el objeto ni la persona amada la victima de esa ley fatal. Lo es la poetisa que piensa haber nacido marcada, perversamente predestinada por un mal, oscuro e inapresable, que se manifiesta en la imposibilidad de retener lo que con predilección ama y de evitar su agostamiento. Nada puede hacer ella por su rosal moribundo y, desde esta impotencia, nada por sí'. El dolor es de ella, que es la amante. No del rosal. El rosal muere, no importa si muere para sí. Muere para ella ("se me muere un rosal"). Nada pierde el rosal con la muerte. Todo lo pierde su amante.

Tres veces plantó. Tres veces y un rosal. Pero, ¿fueron tres? ¿O fue siempre un mismo rosal? Quizás fue uno, el mismo, pero, cada vez, de colores distintos, de ramas y de espinas distintas. Uno y muchos. Y todos. Que habrían de morir eternamente en sus manos, sin que nunca naciera el uno que no se hubiera de agostar. Así es la ley que a ella la condena a vivir en un cementerio de rosales...

Es toda vivencia poética una metaforización de la propia experiencia vital. Esta experiencia de la imposibilidad del amor, por la indefectible y reiterada muerte del amado, sería el material vivencial del que surge la metáfora vegetal. Y el que el rosal muera precisamente por ser amado es, a su vez, para el que desde el amor lo planta, muerte: que es tedio de vivir, melancolía, "esplin". Mal metafísico sustancial que agosta, desde la supresión de la posibilidad del amor por la evanescencia mortal del amado, todo intento vital.

Y en esto, quizás, se cifre una filosofía implícita de la existencia. La del primado de la muerte sobre el amor. La de que todo amor es mortal. Y, también, la de que es el amor del amante la razón de toda muerte. Detrás de la cifra, subyace, oculta, una conciencia desgarrada, profunda, dolorosa: la de la incumplibilidad del Deseo. Conciencia última de la precariedad de lo humano. Conciencia del límite absoluto que cierra toda creaturalidad desde el seno mismo de su ser. Y es quizás esta dimensión aquella a la que, sin nombrarla, apunta el lenguaje transferencial de su metáfora poética.

Quizás sea lo intolerable de la objetivación de este mal metafísico la razón de la internalización de lo fatal en la propia actitud vital, como si de este modo pudiera tornarse habitable la propia vida en la apropiación internalizada, ya que sólo desde ésta la tematización poética haría posible dominio y convivencia. Y, así, en aquellos versos de "La loba" Alfonsina expresa su apropiación:
A veces la ilusión de un capullo de amor
Que yo sé malograr antes que se haga flor.3
No obstante, en "Rebeldía" nos dice que:
Amo todas las auroras y odio todos los crepúsculos.4

Y uno se siente tentado de pensar que morirán todas las auroras amadas y permanecerán vivos todos los crepúsculos. Porque, finalmente, toda rebeldía poética es evasión lírica frente a la férrea ley que condena a muerte al amado. Pero también cabe preguntarse si, a pesar de la lucidez del mal, no es la tematización poética la que deja un resquicio creatural como para que un amor, también creatural, cubra con su hálito todas las auroras.
Esto así era en 1916, cuando nació "La inquietud del rosal". Y quizás fue de alguna raíz de ese inquieto rosal la savia que dio vida a aquellos dos versos de "Ocre", nueva años más tarde:
Yo soy la mujer triste
A quien Caronte mostró su remo.5

Y, en la última estrofa del mismo poema (La palabra), un nuevo florecer de la rebeldía:
Me salí de mi carne, gocé el goce más alto:
Oponer una frase de basalto
Al genio oscuro que nos desintegra.6

Pero seguirá persistente e incólume el pensamiento de la frustración esencial, el de la muerte que troncha el objeto amado del deseo. En 1934 -dieciocho años ya han trascurrido desde "La inquietud del rosal" y faltan tan sólo cuatro para su deceso-, "Mundo de siete pozos", en su poema "El Hombre", nos dice:
Kilómetros en alto la mirada le crece
y ve el astro; se turba, se exalta, lo apetece:
una Mano le corta la mano que levanta.7

Y ese pensamiento hecho poema emerge de la cabeza humana, emerge de ese "mundo de siete pozos", desde allí donde:
Se balancea,
arriba,
sobre el cuello,
el mundo de los siete pozos:
la humana cabeza.8

Es el lugar y el origen de la palabra, de la primavera, de la tormenta, de lo dicho y del silencio, del ángel y de la mariposa, del sonido y la furia, de aquellas auroras y aquellos crepúsculos. Frente a él, inevitable, hay una luz, una luz que no es él, que es lo Otro, la Fatalidad, la Mano, el Genio Oscuro, la Muerte. Y que se revela también en el bellísimo y abismalmente melancólico endecasílabo de la última estrofa del citado poema:
Y riela
sobre la comba de la frente,
desierto blanco,
la luz lejana de una luna muerta...9

Quizás sea este endecasílabo el paisaje en el que vemos sobreimpreso su mundo de siete pozos. Con su nombrar la vida y la muerte, y con su verbo de silencio para nombrar Lo Innombrable. Asomada toda ella hacia aquello indecible que sólo el coraje del poema intenta en el silencio final de las cadencias.


1 He escrito estos apuntes en enero de 1989 a pedido de Guillermo Storni, sobrino nieto de Alfonsina. En 1992, los he levemente retocado. Los textos de Alfonsina utilizados han sido tomados de Alfonsina Storni, Poesías. 50 Aniversario, Sociedad Editora Latinoamericana, Buenos Aires, 1988.
2 O.c., p. 15
3 O.c., p. 17
4 O.c., p. 18
5 O.c., p. 99.
6 O.c., p. 100.
7 O.c., p. 143.
8 O.c., p. 114.
9 O.c., p. 114.


miércoles, 20 de enero de 2010

Tiwanaku. In memoriam.


Era mediodía y anocheció.
Carlos Medinaceli

    También ellos -amautas, hacedores de templos, escrutadores del cielo, talladores de piedras, trepanadores de cráneos- fueron hombres.

    Fue de ellos, como de todos los humanos, estremecerse ante lo indecible del sol que nace y del amor que abrasa. Y fue también de ellos sucumbir ante lo incomprensible del horror que en cada odio habita.

    Fueron, también ellos, entre el estremecimiento y la incomprensión, buscadores de un dios de lo significativo que les revelara lo indecible de la vida y de la muerte, y que ello hiciera valioso todo amanecer y todo ocaso.

    Imaginaron un dios cuyo rostro reflejara la luz que habría de iluminar todo extrañamiento y toda oscuridad. Creyeron que el dios imaginado tenía el rostro del sol. Y lo crearon a imagen de él. Vivieron cada día y cada estación conforme al ritmo de su dios.

    Perecieron como todos los humanos. Al igual que muchos de ellos, creyeron que había un “dentro” en alguna hendidura del tiempo. Sumaron a esto la creencia de habitar en los labios mismos de la acuosa vagina que había dado a luz al Universo. Como la mayoría de los hombres, también ellos vivieron y murieron en la añoranza del útero.

    Dejaron enormes piedras inexplicablemente fresadas; templos que la codicia del invasor arrasó; un calendario de estaciones para éste desconocidas; una puerta para su dios; y el mensaje vivo de haber sido hombres que nacieron y murieron mientras infinitas galaxias navegaban hacia ninguna parte en el Universo.

    La Cruz del Sur, el lado y la diagonal, el cuadrado, la geometría celeste trazaron sus templos, modelaron sus vasijas, entramaron sus atuendos e iluminaron sus vidas.

    Todos ellos murieron, pero su dios, en el solsticio de cada invierno, sigue cumpliendo el rito que ellos le asignaron.

    Las frías montañas que habitaron conservan sus huellas. Y el viento helado de las cumbres no interrumpe su soplo sobre el granito y el basalto de los que fueron.

Peregrinación a Santiago de Compostela


Los hombres del siglo XII amaron
apasionadamente aquellos grandes viajes
(los peregrinajes); les parecía que la vida del peregrino
era la perfecta imitación de la del cristiano.
Porque ¿qué es un cristiano sino un eterno viajero
que en ninguna parte se encuentra a gusto,
un transeúnte en marcha hacia una Jerusalén eterna?
ÉMILE MÂLE

    Envueltos todavía en la bruma de la historia, ahí van, peregrinos de la Edad Media, camino de Compostela. De Somport y Rocensvalles a San Juan de Ortega. De Burgos a Astorga. Del monte Irago a Noya.

    ¡Utreia! ¡Herru Santiagu! es el grito estremecedor con que cada mañana sus almas andrajosas y polvorientas reinician el camino. Peregrinar apenas imaginable. Absoluto e inmensurable en el sacrificio y en la compulsión.

    Puesta la vida toda en hacer del itinerante padecimiento corporal la peregrinación del alma. Como si sólo el hambre, la sed, el cansancio, el desfallecimiento y todas las penurias fueran pruebas palmarias de la disposición de ella al encuentro con ese su Dios dolorosamente parido desde el dolor y la perplejidad. Un encuentro mediado por el santo; «Por Santiago a Dios» es la consigna. En la confesión implícita de que sus propias fuerzas no alcanzan para traspasar el umbral.

    Transformar la peregrinación en sacramento para que realice su significado. Y también en rito que, año tras año, reitera la esperanza de la eficacia del gesto. Obsesivo anticipar lo esperado al fin de la vida, en cada pisada, en cada tropiezo y caída, al iniciar al alba el camino y al reposar cada noche los miembros doloridos. Porque está en juego la salvación, que es más que la vida. Y es, en esa obsesión, el terror de condenarse el que desaloja toda complacencia, toda morosidad. Sólo el sueño y el mendrugo para poder continuar. No el canto del ave ni la belleza del arroyo. Sólo andar y andar. Andar de peregrinos. De hijos de la lejanía y del terror, que con lágrimas polvorientas invocan al Padre, en pos de la purificación de una culpa que saben, de otras que suponen y de tantas que les achacan.

    En pos, dicen, de la Jerusalén Celeste, que para ellos es la patria definitiva, la del perdón y la paz. Aquella que intuyen eterna y celestial, ucrónica y utópica. Ese punto de llegada en que el último tramo infinitesimal de la horizontalidad del camino imaginan fundirse con la verticalidad de lo celeste. Como si fuera esa intersección de la Cruz Cósmica en que los primeros cristianos vieron crucificado al Verbo para que no se hundieran ni el universo ni el hombre. Como aquella otra -imaginada por los griegos- trazada por el encuentro de Okéanos y Uranos, en la que el Kosmos se liberaba del Kaos. Y, también, punto de liberación del yacer, del arrastrarse con el vientre pegado a la tierra, de la reptilidad ancestral y cotidiana, cuya memoria y experiencia desde siglos era vivida como encierro, sujeción, prisión y tiniebla.

    Ese punto tenía para ellos un nombre: el de Santiago. Y un lugar preciso de la tierra, al que llamaban «Compostela» - «Campo de la Estrella»-, como lo había hecho el ermitaño Pelagio al ver posarse sobre él la estrella que le indicaba la tumba del apóstol. Era hacia allí hacia donde iban. Tensos hacia el logro de la salvación, de la postura erguida y de la luz, en la creencia y en la esperanza de ya no habría distancia entre sus palmas, dolorosamente extendidas hacia lo alto, y las estrellas. Entre la finitud del niño y la infinitud del padre. Entre el hombre y Dios. Para ello, sin poder jamás confesárselo, habían concebido sus entrañas a Santiago y a Compostela.

    Esperanza de una Jerusalén Celeste. Desmesura atávica de la que, a pesar del mito y de la metáfora que, desde el malentendido de los orígenes hasta hoy, la prohíjan, también tenemos que liberarnos. Porque no hay viajes que emprender. Ni caminos que andar. Ni peregrinajes. Ni un Punto Crucial que haga posible investirnos de divinidad. No los hay que nos libren de la reptilidad. Sólo, sí, un estado de espíritu, supremo y posible, que asumiendo al ancestral reptil que somos, hace de su conciencia y de su lucidez una parte viva y palpitante del universo. Conciencia de la infranqueable finitud que da conciencia amante y creadora al hombre y de la que la culpa, si la hay, es la expresión más dolorosa. Es ésta la única Jerusalén posible. Allí está el Gran Templo de lo Innominado, en el que el Dios de la Paz palpita oculto tras un velo eternamente irrasgable y cuyo infinito misterio y gloria torpemente bosquejan el cielo, la tierra, el sentido ínsito de la trascendencia y la hondura del hombre.

     Es fe de los cristianos poder llegar a verLo cara a cara, si fue el peregrinaje dar de comer al hambriento y de beber al sediento. Y es también su fe que sería indebida esa visión, además de gratuita. Lo que en la bruma de la historia no es posible descifrar es si ésta fue también la de los que iban camino de Compostela. No vemos a su paso ni hambrientos ni sedientos que se les acercaran, ni cuenta la historia que, si los hubo, volvieran consolados. Sólo nos dice que, a veces, fueron ellos protagonistas de depredación, violación y pillaje.

    Si el don no se diera, si verLo cara a cara nos fuera negado, ciertamente desde esa conciencia de reptil ya habremos, de alguna manera, imaginado el Rostro, al palpar las arrugas del Velo palpando el rostro de cada hombre hambriento y de cada hombre sediento que, de nuestras manos, hubiera recibido el pan y el agua.

    No ya peregrinaje. No ya peregrino. El que está a tu lado es Jerusalén. Y el Templo, Y el Rostro. Seas cristiano o no.
  
    Esto me pareció ver, después de haber leído el relato de Émile Mâle. Y me fue de consuelo, en mi andar y en mi búsqueda de peregrino redivivo. Fue así que me detuve. Que intenté ver el Rostro de quien estaba a mi lado. Sentí llenos de polvo mis párpados y borrosa mi mirada. Llegué a entreverlo. Apenas. Y con dolor en los resecos ojos de mi alma.

Ese resplandor sereno donde toda lengua pierde su poder




              Los que acampan cada día más lejos del lugar de su nacimiento, los que arrastran su barca cada día hacia otra orilla, conocen cada día mejor el curso de las cosas legibles; y   remontando los ríos hacia su fuente, entre las verdes apariencias, son alcanzados de pronto por ese resplandor severo donde toda lengua pierde su poder. 
SAINT-JOHN PERSE, Nieve.

     Son ellos, el nómade que cada día está más lejos y aquel que cada día mantiene enfilada su proa hacia la otra orilla, los que, también día a día, experimentan el curso de lo legible. A ellos, en algún momento, los cubre esa luz que silencia a las palabras. Y entonces, su decir, que ilumina para los hombres lo indecible, se hace el decir que ellos mismos llegan a ser. Advierten que las palabras hasta entonces dichas eran tan sólo verdes apariencias. Que las nuevas son aquellas dichas desde el ser que se es.

     Hemos de intentar oir ese resplandor severo. Y no detener nuestra travesía en brumosos puertos de apariencias. Ni en aquellas certezas que sólo provienen de la inmediatez de la lógica o del testimonio siempre balbuciente de las ciencias. Y también hemos de recordar que de muchas maneras se dice el ser, y que hay una que dice lo que sólo puede ser dicho siéndolo desde ese ser que cada quien es.

     Me pareció que algo por mí sentido podía estar expresándose desde esos versos de Saint-John Perse. Que quizás había experiencias de alguna manera similares, expresables en parte desde la metáfora en el poema, pero indecibles desde el cara a cara o desde las evanescencias del gesto.

     A veces pienso que hace siglos o milenios hemos emprendido este viaje. Que no nos mueve ni guía certeza alguna. Tan sólo una suerte de instinto de luz en pos de aquella que algún día, antes de morirnos, habría de alcanzarnos y liberarnos, después de haber despojado a nuestras palabras de la dura violencia sobre ellas ejercida para silenciar el silencio.

José vendido por sus hermanos


    Veinte monedas de plata fue el precio que por José pagaron los mercaderes que de Galaad iban a Egipto. Con esas mismas monedas la casa de Jacob-Israel compró su esclavitud.

     Todo precio que se pone al hermano es bajo. Es por esto que poco cuesta la amargura de la esclavitud. Ésta es la enseñanza.

     Amargadamente lloró Jacob sobre la engañosa túnica de José. Y amargadamente lloró su pueblo en Egipto, donde todo pan le fue amargo y, toda sed, insaciable.

     Nada se sabe, si lo hubo, del pecado de Jacob. Sólo de la venta que sus otros hijos hicieron de José. Y queda la conjetura de que mucha habría sido la vergüenza padecida para que tan sumido en el olvido quedara el hecho ominoso de que fue vender a su hermano lo que generó la esclavitud. También de Moisés fue el olvido cuando culpó al Faraón por la sujeción de su pueblo. Y más abismal lo fue, cuando, liberándolo, lo dejó esclavo del ancestral fratricidio. Habrá de ser esta esclavitud, oculta e indecible en las entrañas judías, la que habrá de consumarse por treinta denarios en la muerte del Nazareno.

     Es ésta la enseñanza: que el origen de toda esclavitud siempre ha sido vender al hermano. También, que esto acontece cuando una nación se fragmenta en la venta que los nacidos de ella hacen de sus congéneres y en la mutua apropiación que cada uno de ellos hace de lo ajeno. Y, finalmente, que, con la muerte que el hermano inflige al hermano cuando vendiéndolo lo excluye, reitera el fratricidio ancestral del que fueron víctimas José, el Nazareno y millones de seres humanos que habitaron y habitan el planeta.

     Cuando las naciones se deshacen, el Estado se transforma en ese hueco de ficción que hombres corruptos imaginan para hacer soportable el fratricidio que generan y la necedad de su codicia.

     Muchas banderas flamean hoy que no son de Estados reales, ni de naciones existentes. Tan sólo, trapos fatuos con los que la corrupción fraticida -toda corrupción lo es- intenta cubrir su fétida desnudez. El resultado de ello es esa mísera y amarga esclavitud en la que muchos pueblos yacen sumergidos.

     La liberación es renunciar, hoy, a las veinte monedas de plata, y, mañana, a los treinta denarios. El que esto entienda tendrá la apacible libertad que los hijos de Jacob tuvieron antes de vender a su hermano, y aquella que hizo que María y Juan no temieran en el Gólgota ni el poder de algunos hermanos judíos, ni el poder de tantos romanos....

Esa habitación daba al Tiber



    Pasó ya mucho tiempo. Me ocurrió desde mis dieciocho hasta mis casi veintiún años. Irrumpía en mí una obsesión sobrecogedora ante lo ineludible que percibía ser mi muerte. Esto me acaecía cada noche, en aquella mi fría y austera habitación de estudiante. Esa habitación daba al Tíber y, por sobre él, a Villa Borghese. Al atardecer, solía interrumpir mi estudio y tocar mi violín sentado en su ventana. Frente a mí, el alquímico atardecer romano iba transformando las aguas del Tiber en torrente sereno de poderes y glorias, esclavitudes y vergüenzas, metamorfosis todas del límite en el mismo y cambiante rostro de la finitud y de la precariedad humana. Así era la visión -el halo y el aura- que esa fría habitación romana bebía del mítico río que a sus pies se deslizaba. Era ella la que también embebía mi alma. Visión que yo sentía como la purificación necesaria y previa al rito que cada noche meticulosa y ordenadamente habría de repetirse después de la cena. Atravesar aquellos largos y húmedos pasillos, dirigiéndome a mi habitación; desvestirme; el último aseo; otras páginas leídas; cerrar esa ventana -quizás el tramo más angustiante- como si tuviera que renunciar para siempre a la vida de ese río eterno, vencedor de todas las muertes, que, desde esa mi entonces prolongada adolescencia, yo admiraba y amaba; y, por fin, acostarme. Este era el rito todas las noches repetido. Con la resignación de los que saben inevitable lo que vendrá. Y, también, con la paz, tenue e ilusoria, de la disponibilidad de los desposeídos y de los que se saben vulnerables. Así continuaba lo que creía ser mi iniciación. (Siempre presentí un Maestro, pero nunca llegué a entrever su rostro. Me pareció ver sus ojos frente a los míos, cuando apenas tenía trece años, en una experiencia que jamás podría describir.)

     En esa habitación, en oscuridad y silencio, cada noche, mi asiduo visitante era el mismo y reiteraba el mismo rito: instalarse en mí y ocupar, sin violencia y paulatinamente, cada resquicio de mi mente hasta que nada de mí, salvo mi sobrecogimiento, quedara en ella. Como si un espíritu vagante y ávido hubiera encontrado en mí su descanso y su dominio. Entonces se dirigía a esa nada que aún quedaba en mí. E indefectiblemente le descorría el velo de una verdad impiadosa: que absolutamente vana y vacua era mi libertad frente a lo ineludible.

     Así fue, cada noche durante tres años, la pesadilla de mi lucidez. Al amanecer todo retornaba a su cauce. La universidad, mis estudios, mis paseos y la vida deslumbrante que para mí era Roma.

     Nunca sentí que me importara morir. Y este sentir persistió más allá de esa experiencia. Lo pude comprobar años más tarde, cuando vino la prueba. (Lo que en ese umbral experimenté no fue más que la pena, sutil y nostálgica, de tener que ausentarme de mi esposa y de esa mañana cálida y azul que me envolvía.) Pero sí me importaba, y sin límites, que la muerte se ubicara más allá del alcance de mi libertad. El punto era precisamente ese, su ubicación, y no su presunta naturaleza. Se me imponía, con insoportable evidencia, ese algo imposible de eludir que inexorablemente me pretederminaba a su encuentro sin que nada importaran para ello ni mi libertad ni mi rebeldía.

     Poco a poco se me fue haciendo nítida y luminosa la línea de mis límites. Comencé a intuir hasta dónde llegaban los confines de mi libertad, dónde se diluían mis ilusiones, dónde estaban mis fronteras. Vi que lo absolutamente inaprensible se hallaba del otro lado. Y esto fue como romperse en mil fragmentos de nada la ilusoria consistencia de mi yo. Hasta entonces nunca había imaginado orilla alguna que mi libertad no alcanzara. Pero la vislumbrada era del todo distinta. Infinitamente ajena a mi libertad, como la de un universo del todo distinto al mío que yo había construido con certezas y evidencias, tangibles todas y manipulables.

     Esa obsesión y sobrecogimiento frente a lo ineludible fue gestando en mí el silencioso proceso de una muerte más real y profunda. La de mi adolescente ilusión del absoluto imaginado. Y a medida que mi no buscada iniciación avanzaba, sentía que la predeterminación de lo ineludible paradójicamente me iba abriendo la vida. Que lo hacía a través de la angostura y del reconocimiento, palmo a palmo, de su propia estrechez. Hasta comenzar a ver que, como lo ineludible de la muerte, también la luz de la vida estaba del otro lado y echaba sus raíces en esa otra orilla. Y que ambos eran un don.

     Esto fue lo que entonces creí entrever acerca de la muerte y la libertad. Creo que fue a partir de entonces que emprendí mi camino hacia otra adolescencia. El Deseo de lo Imaginado había sido éste: poder llegar, quizás un día, yendo en pos del Reino, a la Niñez... o, también quizás, hacia esa ancianidad que, en labios de Goethe, «os devuelve la inocencia sin arrebataros la razón».

     Este es un recuerdo de una adolescencia protraída. Lo es a propósito de algunos pensamientos referidos a la muerte y a la libertad. Que quizás habría de servirme -ésta fue mi esperanza de escribiente- para que, volcado junto a otros recuerdos y otras experiencias, pudiera lograr un atisbo de las infinitas modalidades con que habría de acrecentarse en mí la conciencia viva y raigal de la muerte, de la libertad y del límite.

Prosas de una vigilia («la de los ojos abiertos» en el decir de Macedonio Fernández).





I

     Un texto de letras talladas en oro y ébano, de alineación perfecta sobre un muro de igual metal. Bloque enigmático de escritura tan bella como ignota. Grafismos geométricos, apacibles en su perfecta armonía de líneas, brillos y penumbras.

     Contemplé ese muro majestuoso sin intento alguno de lectura, ni de hurgar en su recóndito significado. No eran sus letras, sino su urdimbre armónica y luminosa lo que de él me atraía. Duró ello un instante. Sentí el aliento de un ángel hecho susurro en mis oídos: -Mira y no pienses, me dijo.

     Desperté. Ni el muro ni el ángel estaban. Y escribí este sueño con mano trémula enmarañándose mis letras en esa urdimbre soñada.

II

     Siete figuras blancas, longilíneas y mitradas, cargaban sobre sus esmirriados hombros el ataúd del Anciano muerto. Pausados y sigilosos lo depositaron frente a las rejas, altas y negras, de Aranjuez. Así los vi desde una callejuela que allí se asomaba. Y me dije: -Alguien ha de enterrar ese cuerpo.

     Cargué su pesadez sobre mis hombros, empujé las rejas y, mientras atravesaba el dintel, desperté de mi sueño.

     Siempre me pregunto sobre ese abandono, y la sepultura nunca consumada. No sobre el Anciano, porque en el sueño supe su nombre.

III

     Vi, en una noche iluminada por un apacible y dorado plenilunio, un lodazal de fangosos excrementos que se extendía hasta donde mi visita no alcanzaba.

     Luego me vi en el interior austero de una precaria choza enclavada en la desolación de ese paisaje. Estaba sentado frente a una mesa de rústica factura. Un triángulo de luz polvorienta e intensamente dorada descendía sobre mí. Fue entonces que una voz me ordenó salir del lodazal y llevar el pan a la multitud que –yo sin saberlo- la habitaba. Respecto del pan al que ese mandato se refería, entendí que no era el mío. Por otra parte, no había pan alguno en la pobreza de esa despojada choza que me albergaba.

     Con aquella voz todavía en mis oídos y con la premura con que ese mandato me acuciaba, desperté de mi sueño.

     Han transcurrido muchos años. De tanto en tanto pueblan mi vigilia –aquella “la de los ojos abiertos”- el lodazal, la desolación, el hambre ajeno, el misterioso pan no mío, el mandato y el desconcierto de ese ya lejano despertar.

ooo

  
Me sucede, a veces, recordar sueños peregrinos como éstos. Los escribo como testimonios de aconteceres extraños que suelen darse en ese tenue horizonte que separa nocturnidades de despertares. Allí donde las metáforas, como afiladas sombras, se alargan sobre las soleadas vigilias en pos del enigma de aquello que, no obstante la luminosidad de la vivencia, nunca podrá ser dicho.

El silencio de Job



Aconteció en la ciudad de Uz. Un día los hijos de Dios fueron a Su presencia. Entre ellos se encontraba Satán. Lo vio Dios y le preguntó de dónde venía. Respondió que de haber recorrido la tierra. Dios le dijo que, habiéndola recorrido, habría visto no haber en ella nadie que se asemejara a Job, hombre sencillo, recto, respetuoso de Dios y alejado del mal. Satán le respondió que, si bien Job así se comportaba, lo hacía en razón de los beneficios que de Él recibía. Con esto sutilmente insinuaba que Dios o era  ingenuo o ignoraba las motivaciones de Job.
Le propuso entonces que le quitara todos los bienes de modo que pudiera tener la certeza de la desinteresada fidelidad de Job, o de su interesado comportamiento. Dios aceptó el reto y dejó la suerte -no la vida- de Job en manos de Satán.
Fue así que Job perdió esposa, hijos y todos sus bienes. No obstante permaneció fiel a Dios.
En similar oportunidad y lugar, el encuentro de Satán con Dios se reiteró. El desafío no se centró ya en los bienes, sino en la carne misma de Job.
No obstante haber perdido familia, bienes y tener llagado su cuerpo, Job permaneció fiel a Dios.
Satán perdió también esta apuesta, Nada dicen al respecto las Escrituras sobre este su fracaso. Ni de la necesidad que Dios tuvo -siendo omnisciente- de haber apostado.
Job, finalmente, dijo que, habiendo hablado Dios y habiendo hablado él,  ya no lo haría.
Sepultados en la anécdota quedaron los jugadores de esa indigna apuesta.
Job tuvo una nueva familia y murió rico y longevo. Cumplió su palabra: su silencio sobrevivió a los avatares de su existencia y a esa mítica apuesta entre Dios y Satán.
Todo aquel que opta por su humanidad encontrará en Job el arquetipo de lo humano habitado por la transcendencia raigal de la propia e irrenunciable mismidad.
No consta en el relato bíblico que Job se hubiera enterado de haber sido objeto de una apuesta entre ese su dios y Satán. De haber sido así, su humillación y su silencio tendrían una densidad tal que, desde lo indecible de su índole, tornaría vana toda palabra.


No es inteligible para los humanos el sufrimiento. Su realidad se impone indubitable. Su inteligibilidad, inalcanzable. No se lo acepta por convicción, sino por impotencia para erradicarlo. De allí que las más de las veces se silencia su realidad. Y, cuando se le abre un espacio a la reflexión, se construyen teologías fantasiosas en su intento por justificarlo. Ninguna de ellas regenera lo que el sufrimiento destruye. Tan sólo intentan ese cambio de actitud que lo recluye en la negación de su inexplicable e inquietante realidad.
Se ha adjudicado su origen a una primigenia culpa humana que hizo de todo viviente, y del universo mismo, un misterio más impenetrable que el de su emerger desde una nada impensable.
Sólo la perplejidad y la impotencia por erradicarlo acompañan día a día la existencia del viviente humano.
Se dirá que son muchos los sufrimientos. Pero ninguno de ellos alcanza, no obstante su infinito potencial de adjetivación, consistencia racional.



martes, 19 de enero de 2010

La arcilla y las manos del alfarero








No puede ser la tierra su cuna
ni el cielo su espejo.
Rabí Israel Ben Eliezer

Sin embargo, si fuera en pos de su cuna, no habría de hallarla en la tierra. No puede ésta contener su nacimiento. Sólo su arcilla. Tampoco su muerte. Tan sólo su cadáver.
Jamás podrá Adán ver su imagen en el cielo. Ni la que él se atribuya poseer, ni aquella otra a la que diga aspirar. El cielo no refleja a la arcilla con que Adan fue plasmado, sino tan sólo las manos del alfarero.
Esto lo sabe el humilde, el humoso. Sabe que no tiene una imagen de sí, ni un lugar donde hallarla. Que si esa imagen fuera alcanzable, también habría de serlo el templo que la contuviera. Y que, si esto se diera, no sería ya su sustancia el humus con que fue modelado. Todo esto lo sabe el humilde. Y, también, que desde su terrosa inconsistencia nada importan los espejos donde reflejarse, ni que la tierra sea o no su cuna o su tumba.
Se sabe extranjero, y que éste no es su mundo. Que nada puede saber del propio. Ni de pertenencias. Ni de raíces. Intuye que otra es su ley, Y, también, que la opción primordial es la de retornar a la tierra o de aspirar al cielo. Y que sus efectos -o la caída, la culpa y el castigo- son el retorno del humus endeble a lo informe en el ausentarse de las manos creadoras del Alfarero.
No ha recibido caminos para andar. El suyo es el que sus pasos -tristes o esperanzados- día a día trazan en el desierto. Sin huellas que dejar, ni huellas que seguir. Porque tan sólo hombres y no guías ni maestros nacen del humus. Su camino es, así, el de ir naciendo en la siempre infinita travesía hacia la proximidad del Otro. Camino en el que cada nuevo horizonte quiebra espejos y desvanece imágenes y memorias.
Así es el humilde. Así, el hombre de humus. Sin tierra ni cielo. Todo él, travesía sin fin por la proximidad indinita del Otro. Ir naciendo a la luz, en arcilloso silencio, sin jamás consumarse el nacimiento ni acabarse el camino.
Así parece ser el hombre desde su terrosas entrañas primordiales. Misterio de un atónito y gozoso nacer, nunca cumplido, hacia un acogimiento que el Otro nunca consuma. Sin tierra que lo acune, ni cielo que lo refleje. Suspendido en el entredós de un horizonte en el que la revelación del Otro y su asomo a Él -Dios o su hermano- es el sentido y lo significativo, pero nunca la posesión.
Tiene la travesía de ese nacer un nombre, infinitivo e infinitamente abierto: "Amar". Nombra al humilde y al Deseo -incumplible y que lo va naciendo- por el Otro.