martes, 19 de enero de 2010

La arcilla y las manos del alfarero








No puede ser la tierra su cuna
ni el cielo su espejo.
Rabí Israel Ben Eliezer

Sin embargo, si fuera en pos de su cuna, no habría de hallarla en la tierra. No puede ésta contener su nacimiento. Sólo su arcilla. Tampoco su muerte. Tan sólo su cadáver.
Jamás podrá Adán ver su imagen en el cielo. Ni la que él se atribuya poseer, ni aquella otra a la que diga aspirar. El cielo no refleja a la arcilla con que Adan fue plasmado, sino tan sólo las manos del alfarero.
Esto lo sabe el humilde, el humoso. Sabe que no tiene una imagen de sí, ni un lugar donde hallarla. Que si esa imagen fuera alcanzable, también habría de serlo el templo que la contuviera. Y que, si esto se diera, no sería ya su sustancia el humus con que fue modelado. Todo esto lo sabe el humilde. Y, también, que desde su terrosa inconsistencia nada importan los espejos donde reflejarse, ni que la tierra sea o no su cuna o su tumba.
Se sabe extranjero, y que éste no es su mundo. Que nada puede saber del propio. Ni de pertenencias. Ni de raíces. Intuye que otra es su ley, Y, también, que la opción primordial es la de retornar a la tierra o de aspirar al cielo. Y que sus efectos -o la caída, la culpa y el castigo- son el retorno del humus endeble a lo informe en el ausentarse de las manos creadoras del Alfarero.
No ha recibido caminos para andar. El suyo es el que sus pasos -tristes o esperanzados- día a día trazan en el desierto. Sin huellas que dejar, ni huellas que seguir. Porque tan sólo hombres y no guías ni maestros nacen del humus. Su camino es, así, el de ir naciendo en la siempre infinita travesía hacia la proximidad del Otro. Camino en el que cada nuevo horizonte quiebra espejos y desvanece imágenes y memorias.
Así es el humilde. Así, el hombre de humus. Sin tierra ni cielo. Todo él, travesía sin fin por la proximidad indinita del Otro. Ir naciendo a la luz, en arcilloso silencio, sin jamás consumarse el nacimiento ni acabarse el camino.
Así parece ser el hombre desde su terrosas entrañas primordiales. Misterio de un atónito y gozoso nacer, nunca cumplido, hacia un acogimiento que el Otro nunca consuma. Sin tierra que lo acune, ni cielo que lo refleje. Suspendido en el entredós de un horizonte en el que la revelación del Otro y su asomo a Él -Dios o su hermano- es el sentido y lo significativo, pero nunca la posesión.
Tiene la travesía de ese nacer un nombre, infinitivo e infinitamente abierto: "Amar". Nombra al humilde y al Deseo -incumplible y que lo va naciendo- por el Otro.

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