sábado, 19 de marzo de 2011

A los pobres siempre los tendreis con vosotros. (Juan 12 ,8)


          "Madre y su niño enfermo", Picasso.

Cuidaba de su pequeño, con ternura infinita e infinito desapego. Pero deseaba que pronto muriera, porque de lo contrario sería un niño muerto.
Jugaba con mi hija, que apenas era más grande que el suyo, como si, a pesar de sus años, fuera ella todavía una niña. Deseaba ser pequeña igual que tú -le dijo un día- para poder, como tú, colorear tus dibujos. 
Jugaba con mi hija, porque mi hija estaba viva.
Amaba a su hijo. Tanto lo amaba que no quería que, estando vivo, fuera un niño muerto. Por esto, un día nos dijo que mejor sería que pronto muriera.
Estas cosas ocurren cuando, en la tierra de todos, la pobreza de los muchos se torna tan indecible como la indiferencia de los menos.

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Me he preguntado quiénes son aquellos pocos -si todos los pocos o si algunos de ellos- que siempre habrán de tener consigo a los pobres y que podrán excusarse de olvidarlos por un instante al perfumar los pies del Nazareno. Me he preguntado, también, cuánto habría de durar ese instante. Si en él se podría contener el hedor de los infinitos niños muertos. Y si los que pusieron en labios del Nazareno esas palabras, previeron que, mientras perfumaban sus pies -aún en la anticipada prefiguración de su entierro- infinitos niños pobres agonizaban -morían de no tener vida- en el agonizante corazón de sus madres.
Fue otro el sentido del mandato. “Porque nunca dejará de haber alguien pobre en medio de la tierra, éste es mi mandato: Debes abrir generosamente tu mano a tu hermano afligido y pobre en su tierra”. Así está escrito en el Libro del Deuteronomio. Para vergüenza mía y de muchos. De allí y entonces y de aquí y ahora.