viernes, 20 de agosto de 2010

Las progenitoras de las palabras


Fotografía de Bahman Farzad  - www.flowerimages.com
La Muerte y la Luz están por todas partes. quemando palabras... quizás para crear algo bello. Roger Zelazni.

Alguna vez llegué a pensar que los encuentros entre personas eran asimilables a aquellos que acontecen en el submundo azaroso del átomo. Que lo humano respondía a ese mismo orden complejo de colisiones y fusiones no predecibles. Y que lo mismo ocurría con los libros. Como me aconteció con este texto de Roger Zelazny. Que no busqué. Que inesperadamente encontré cuando mi curiosidad, también imprevisible y azarosa, me llevó a él.
Retuve algunas partes de ese texto. Las ligué construyendo puentes suspensivos sobre las lagunas que yo mismo le abrí. Lo hice desde una interpretación casi espontánea y, sin dudas, nada respetuosa de su contexto. Recuerdo que, según los etimólogos, interpretar, en su significación más antigua, habría expresado la idea de negociar. Que es también la de intercambiar. Y la de generar diferencias en el dar y en el recibir. Creo que es esto lo que hice. Algo o mucho le quité a Zelazny. Algo o mucho le añadí. De alguna manera sentí que, sin yo quererlo, se iba creando mi propio texto. Como ocurre en todo encuentro humano, donde el otro puede ser reconocido y aceptado en su alteridad desde la similitud por uno descubierta o construida. Y, en este caso, la similitud que yo negocié para mi interpretación.
Instalado en esta impunidad interpretativa, me ocurrió pensar que la Muerte y la Luz son progenitoras de las palabras. Que éstas llevan en sí los genes de ambas. Que intentan fusionar esos dos misterios en el mismo y siempre renovado rito de ser dichas. Que, cuando esto acontece, ellas, a la vez que evocan la Muerte, iluminan. Que es por su Luz que la Muerte toma presencia. Que así son ellas. Y que así se comportan. Todas. Las del odio y las del amor. Porque no hay palabras de odio que no iluminen al que las recibe, ni palabras de amor que dejen de evocar la muerte en el amado. 
 También me ocurrió pensar que no hay palabras de un solo rostro. Que incluso aquella suprema que se dijo ser el Verbo -Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, según el testimonio de Juan en su Prólogo- también lleva en sí la posibilidad de su rechazo por las Tinieblas. Palabra que, apta para iluminar, también lo es para evocar la negación.
Los pensamientos son como las cerezas, solía decir mi padre. Nunca vienen solos. Siempre entrelazados con otros. Y el pensamiento que lo estaba con los anteriores era éste: que como la Luz era negación de la Muerte, y ésta de aquella, así de contradictorias habrían de ser las palabras. Así de inconsistentes y de encubridoras de lo esencial. Y que, quizás, nunca hubo ni "principio", ni "verbo" alguno en él. Sólo, en el lejano amanecer de la conciencia humana en el Cosmos, habría sido la Metáfora, el primer y eterno balbuceo del Universo en el intento imposible de la palabra que lo contuviera. O, también quizás, el infinito cono de sombra de una metáfora primordial en el que el hombre naciente hubiera creído sentir su hogar, al oír el pálpito fetal y estremecedor de Lo Innominado, de lo absolutamente Real. De lo no tangible ni por la Luz ni por la Muerte. De lo Sin Nombre. Del Alef abismal e impronunciable. En los penumbrosos confines de la metáfora. Allí donde ese infinito cono de sombra se interna en la infinitud de lo Disímil y donde se derrumba la muralla de todo lo imaginario.
 Siguieron, a éstos, otros pensamientos. Como, por  ejemplo, que no sería absurdo imaginar que el habitat posible del hombre en el Cosmos estuviera precisamente allí, en ese cono de sombra. Que habitar la palabra -afincándose en ella y no traspasando sus umbrales- pudiera constituir la Gran Equivocación. Y que incluso la palabra "hombre" sólo podía expresar la incongruente simbiosis de la exultación radiante de la Luz y de la abismal ceguera de la Muerte, de Eros y de Thanatos, y de todos aquellos otros dualismos que el pensamiento humano viene formulando en su inmaduro y empeñoso intento de levantar su tienda fuera de aquel cono de sombra.
 Por último, no pude dejar de pensar que, en ese mismo texto, Zelazny dice que las palabras son quemadas en el samsara. Que se consumen, crepitando, en la precariedad de ese fluir siempre evanescente que llamamos vida o ilusión. ¿Para qué? Quizá -responde- para crear algo bello. Pensé que esto también pertenecía a la ilusión. Que las palabras no se inmolan. Que no tienen tal conciencia. Que ellas ocultan, incluso a su pesar, lo que está más allá de la ilusión de la Luz y de la Muerte, del Amor y del Rechazo, del Sí y del No. Y que lo bello echa sus raíces en aquel mismo cono de sombra. Allí donde las palabras sólo pueden ser mistagogas del Silencio. Donde, si no son esto, sólo les queda ser grandilocuencia de la nada o hueca retórica de  lo banal.
Así me pareció todo esto en el breve instante en que mi mirada recorrió ese párrafo de Zelazny. Y lo volqué en palabras. En las mías, que también son, como las de él y las tuyas, hijas de la Luz y de la Muerte.