viernes, 12 de noviembre de 2010

Ese algo de luz


     Se deja detrás de sí sólo aquello por lo que se ha vivido. No hay, en realidad, causas por las que se muere. Sólo las hay, de verdad, por las que se vive.

     No quita ello que sea la muerte aquello por los que muchos viven.

     Así, hay quienes dejan vida, y otros, muertes. Y, cada uno, la medida o la ausencia de su humanidad.

     De los dones de la vida, quizás el legado más humano -más fraterno- sea el de haber incrementado la lucidez.

   De todos los dones, ese algo de luz que, día a día y noche tras noche, alguien va encendiendo para sí desde la oscuridad de su indigencia, después de haber superado la encrucijada de optar entre la lucidez y el poder (incompatibles, por negar éste la fraternidad que la lucidez revela).

   Esa misma lucidez de la que quiso hacer partícipes a sus hermanos el último de los profetas de Israel, y que se tradujo en el mandato de no tener a nadie ni por maestro ni por señor, porque sólo Uno lo era... Mandato éste que es concreción eminente de aquel otro que consigna el Deuteronomio: el de elegir la vida.

   La herencia a dejar será la opacidad de la insignificancia (no ausencia sino oscurecimiento de lo significativo) o esa partícula de luz para esa partícula de universo que es el hombre. Ni poco ni mucho. Y, sí, la inconmensurable diferencia entre ser uno y ser nada.

     Hay momentos en que ciertos espejismos tornan falsamente luminosa la opacidad de las cosas, o se insinúa en ellos confortable y digno el ilusorio poder de sentirse uno maestro y señor. A veces acontece ese como exilio del alma en la oscuridad del sentido; hay insania, ausencia de sí, en el ausentarse uno del hermano. Esto ocurre cuando, en esa opción entre lucidez y poder, eligiéndose el poder se elige la esclavitud.

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