La luz se encarnó en el utensilio que hizo posible asegurarse el alimento y ser guardián del fuego y de la vida.
Y se encarnó en ese amor extraño y nuevo por el que el macho y la hembra sintieron que él era infinitamente más que la cópula, y sus cachorros infinitamente más que criaturas expelidas de un útero.
La luz se hizo plena haciéndose carne en el gruñido del mutante; y se transformó en palabra. Se hizo verbo para nombrar a lo que se ama y a lo que se odia, a lo significativo y a lo deleznable. Y también para nombrar lo indecible que a cada mutante anonada.
En los albores de la mutancia fue la luz hecha verbo. Y el verbo fue vida para el hombre naciente.
De luz y verbo tejió el mutante su mitos para expresar lo significativo con que su existir lo sorprendía y lo aterraba.
Intuyó el silencio en los límites de la palabra. El silencio abismal que envuelve al universo y a la mutancia, y que antecedió a la alborada. Lo imaginó en la infranqueable disimilitud a la que toda metáfora arroja. Y lo llamó “Dios”.
Dios de los mutantes. Dios innombrable de la invocación sin palabras. Dios infinito del silencio. Dios de la alborada.
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