En el principio fue la belleza, el esplendor de la vida en el esplendor de sus formas.
Luego fue la experiencia del sufrimiento. Desde el primer e inexplicable gemido hasta la pérdida abismalmente inexplicable del hijo.
Más tarde apenas, fue, de ello, la perplejidad.
Así nació esa trinidad primordial que fue la de la belleza, el dolor y el desconcierto.
Por último, brotó del humano el amor. Fue éste la unidad de esa trinidad. Amor que fue y es belleza, dolor y desconcierto. Unidad y trinidad que acontecen en el fugaz transcurrir de la vida de los hombres según modos únicos y distintos, desde esa abismal e inconmensurable distancia que aísla y emparenta a cada uno de los humanos.
Acerca de esto habla el decir del hombre a través de los siglos. Y sin que sus palabras puedan ser carnadura de su dios. Sólo desde el silencio de sus hechos se hace pleno el amor, en su preñez de belleza, dolor y desconcierto.
Y el amor se hace carne en la ternura.
Y es esta encarnadura la que da a nuestra infinita finitud una posada en el universo.
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