sábado, 12 de marzo de 2011

No tengo nombre para esto.... Nombre es polvo y humo... (Goethe)



Fotografía de fanaticodesign.blogspot.com

Estas cosas me dije, y escribí. Para ese otro -tejedor de mitos- que, desde lo imaginario, me habita y se arroga, día tras día, el derecho, la responsabilidad, el diseño y el destino de mi identidad en la vida. A él le recuerdo aquello de Goethe, que todo nombre es polvo y humo. Y a ti, que me lees, confío estos pensamientos sobre lo que no suele ser dicho.

Ya antes de que nacieras se pensó en tu nombre. Para que pudieras ser llamado por él cada vez que se te requiriera. Y al que, también, habrías de llevar como a un atuendo o una máscara, con el mandato de mantener su identidad y edificar su prestigio según los valores de la sociedad que secretó el óvulo y el esperma. Apenas abriste tus ojos a la luz, tu sombra, no proyectada por ti, comenzó a ser tu nombre. Una palabra, que no eras tú, para que no se confudiera la seguridad de quien te llamara. Una palabra -ajena a ti porque de ti nada nombraba- que, paradójicamente, sirviera a los demás para no confundirte. Y que, con tu mente y tus  brazos, habrías de llevar siendo tú su soporte permanente hasta que la muerte, física o social, te acaeciera y ya a nadie le interesara llamarte.

Antes de que fueras, te antecedió ese nombre. No se te esperó. Y este hecho te negó la posibilidad de elegir el que más te agradara por sentirlo próximo a la incipiente imagen de ti que en ti nacía. Por entonces no resultaba práctico saber quién habrías de ser. Lo era que quien te llamara, por la orden o el deseo, no se confundiera. Tu obligación consistiría, de ahí en más, en preservar, llevándolo, tu nombre y pagar, así, el tributo de tu pertenencia, no a  tu ti mismo, sino a la sociedad que te engendró.

Primero, fue tu nombre. Luego, tú. Conforme al imperio de la primacía de los nombres y la posteridad de las cosas. De este modo fue tu primera infancia aprendiz solícita de tu nombre. Y también de otros. Para que, desde la prioridad de ser sujeto llamable, lentamente adquirieras la socialidad. Dependería luego de ti, en una imprecisable medida, el grado de protagonismo o de sujeción con que habrías de participar en las entrecruzadas urdimbres de los llamados y de las prontitudes.

-Así se llama esto. Así, aquello. Esto fue de lo primero en tu aprendizaje. Más tarde, qué es esto, qué aquello. Y quizás nunca, o muy pocas veces, se te permitió que fueras tú el nombrador. Quizás porque nombrar es el poder de llamar y no era bueno para tu tribu -para toda tribu- que alguien desde su nacimiento lo ejerciera.

Muchas cosas más te quedan por pensar. Como, entre otras, que, dentro de ti, habita tu ti mismo. Esa tu mismidad que yace por debajo de toda forma, consciente o inconsciente, que asuma la sujetividad de tu yo. Esa mismidad que es mucho más que todo lo que de ella se afirme o niegue, incluso de lo que tú afirmes o niegues. Un ti mismo infinitamente distante e infinitamente cercano a ti. Trascendente a tu conciencia por el grado infinito de su inmanencia. Al que si intentaras ponerle un nombre, experimentarías lo inútil de hacerlo. Tú mismo serías testigo de tu propia innombrabilidad. Si embargo, si en ti persistiera el deseo que en ti suscita la sociedad por los nombres, sería natural que desearas para tu ti mismo un nombre propio y único. Será tu lucidez quien te diga que jamás podrás encontrarlo, porque ese nombre, sencillamente, no existe. Porque no es dominio del nombre la mismidad. Advertirás que se trata sólo de tu deseo. Un deseo de lo imposible. Y un síntoma, a la vez, de que aún sigues ligado a lo ilusorio. O, si quieres, a la falsa sacralidad que tu sociedad atribuye a los nombres en su estrategia del poder y de sus jerarquías. Sólo en momentos de oscuridad, surgirá tu empeño de lo imposible y ese nombre te será indefectiblemente negado. Rebelarte sólo podrá ser síntoma de locura (y también de un atroz y oculto prejuicio: el de que todo deseo ha de ser cumplido). Tu vida podrá aquietarse, si es que padecieras esta angustiante oscuridad, por el don de la aceptación lúcida de que ser es ser inominable y que el nombre es una violencia fútil e ilusoria a la mismidad.

También sobre esto cabe pensar más. Como que difícilmente dejarás de sentir la expectación del llamado. Estarás a la espera, porque así fue el condicionamiento. Y no podrás dejar de pagar el precio del rescate. Fuiste adquirido desde tu nombre, no desde tu mismidad. Y seguirás pagando con tu espera de ser llamado, hasta que descubras que careces de nombre y que esta carencia es mera carencia de lo raigalmente inexistente. Que, en verdad, nunca tu mismidad ha quedado cautiva. Advertirás, así, que, en tu ti mismo innombrable, la ausencia de todo nombre posible es también la ausencia de todo llamado esperable. Porque tan imposible como tu nombre es el llamado. Y tan inexistente como éste, aquél.

Tendrás un camino abierto. Nuevo. No bajo el imperio del falso deseo de querer ser llamado o de ese otro, sutil en su codicia, de nombrar y llamar a otras mismidades. Lo nuevo será tu disponibilidad a que la vida -misterio innombrable- sea en ti apertura activa, generadora del ser sobre la vacuidad de la nada. Disponibilidad creadora. Creatividad. Que es el nombre, si uno infinitamente lejano le cupiera, de la mismidad. Tan viva sería tu vida, como lo es la creación permanente del universo -del que tu ti mismo es consustancia- que no recibe llamado alguno porque todo él es innombrable. Y, si un dios lo llamara, sería porque él -o Él- también innominable, misteriosamente anida en, y, de alguna manera, es su centro y esfera.

No esperes, entonces, llamado alguno. No lo hay. Nadie podría hacerlo. Careces de nombre. Esta es tu verdad. Lo contrario es tan sólo modo de decir.

Nadie llama al Universo. Tampoco tiene nombre por el cual ser llamado. Esa también es su verdad. Sin embargo, ni la carencia de nombre, ni la ausencia de llamado, impide que genere galaxias y  genere vida. Y vida que genere pensamiento, amor y belleza, y también odio y muerte; fuerzas todas ellas transformadoras que también emergen de los torrentes abismalmente oscuros de tu espíritu y que de él se alimentan.   

Eres consustancia del Universo. No lo olvides. De ti, de tu innombrable mismidad, es generar pensamiento, amor y belleza. De ti, de tu innombrable mismidad, es contener el odio y la muerte. No has de esperar llamado alguno para ello. Libérate de esa ilusión. Nadie puede pronunciar el nombre que no tienes, que jamás has de tener, que no necesitas. Nadie podrá decirte qué has de pensar, a quién o qué has de amar, qué belleza plasmar o contemplar, qué poema crear, qué ternura dar. Como el Universo, también tú careces de nombre con que ser llamado. Y, como él, también de una voz que te señale cuál ha de ser la creación que, en ti y desde ti, sin cesar, a cada instante se recrea.

Que ésta tu finita infinitud te sea suficiente. Innominable e innominado eres, incluso para ti. Tu miseria y tu grandeza es la de ser imagen inimaginable de Lo Innominado. Infinitamente lejos de la Nada. Y tan infinitamente cercano al Ser y tan ser tu sustancia que, como la de El, tampoco ella cabe en un nombre. Nadie puede nombrarte, nadie llamarte. Es esta carencia del nombre y del llamado el signo de tu ser, el que indica tu pertenencia a la creatividad creada e inherente al Universo. Todo tú eres un gesto innombrable creado por Lo Innominado.

No debes olvidarlo. Nadie habrá de llamarte. No hay otra voz más que esa que eres tú mismo, siempre articulándose, jamás articulada. Sólo un balbuceo -ni nombrador ni nombrable- en el que Lo Innominado va creando la creación que jamás podrá nombrarlo y jamás ser nombrada. A nada ni a nadie más oigas. Lo nombrable no es. Y el nombre es tan sólo ilusión, errancia, nada ...polvo y humo.

Que intuir esto te sea suficiente. Poco a poco irás dando por muertos a todos tus dioses. Sentirás, como Lázaro, cada uno de tus miembros desatarse. Será tu caminar como el apacible caminar del Nazareno sobre las aguas. Y sabrás por ti mismo el sentido abismal del Mensaje: que sólo la verdad nos torna libres.

Decirle, a ese tejedor de mitos que en mí habita, estas cosas  también me recordó que el amor -así muchas veces se nos dijo- es respuesta a un llamado, o llamado a una respuesta, o encuentro  crucial de ambos. Sin embargo, me pareció que amor casi siempre es el nombre de una fusión de nombres y llamados, no de mismidades que son innombrables. También en el amor juegan los espejismos, los autorreflejos de nombres, de apariencias, de proyecciones del sí mismo desde la máscara del nombre. El amor, si es y si es más que el deseo del llamado, quizás sea esa disponibilidad activa de integrar el universo desde la conciencia de otras existencias -otras mismidades- innombrables y, por esto mismo, percibidas como vivientes. Encuentro de dos o más mismidades innombrables, liberadas del poder y de la sujeción del llamado, maduradas en la conciencia de Lo Innominado.

Estas son cosas que parecen ser. Que me dije y escribí. Y que ahora casi terminas de leer.

Mi intento de pensarlas obedeció a la persistente presencia del antiguo deseo y de la vieja pasión del nombre y del llamado. Y, el de escribirlas, a esa locura -más moderna- de poder romper los muros de lo indecible mediante la escritura. Quizás lo sabio y lo amante hubiera sido poner, desde lo imaginario, mis manos en las tuyas. Para que ambas mismidades sintieran su infinita cercanía y su infinita lejanía en la experiencia compartida de la impropiedad del nombre y la ausencia del llamado. 
                  
Te he hecho partícipe de este escrito, sabiendo que nada, en verdad, puede articular las voces de un llamado. Si, no obstante ello, esta escritura en ti las evocara, déjala, olvídala.

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