sábado, 5 de junio de 2010

Del amor o de la solidaridad de las soledades

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     A nadie le es negado el aprendizaje. Cada uno llega a saber -y muy pocos sin dolor- que las soledades son infranqueables. Que lo es la propia y la de cada quien. Respecto de los demás y respecto de sí. Y que, más infranqueable que todas ella, lo es la del que se ha ausentado de sí mismo, y a propósito de la cual un fraile herético -Giordano Bruno- dijera no haber soledad mayor.

     Sólo el amor rescata a la soledad de su posibilidad de transformar en yermo el corazón del hombre. Sólo el amor devela en la soledad el valor que la habita: el de ser ella -paradójicamente- requisito esencial de la vida. Quizás sea este valor la razón, única y suprema, de que el hombre no haya consumado aún su propia muerte. No puede existir y perdurar sin esa su abismal indigencia que es la soledad. Sin esas diferencias e identidades imparticipables que la definen, y sin las que, a la vez, paradójicamente, no habría ni un yo ni un tú y, tan sólo, ausencia de amor e imposibilidad de querer.

     No hay entre los hombres un amor unitivo a la manera del expresado por los místicos. Así de contradictorio sería en su concepto, como imposible en su vivencia. El amor sólo lo es de alteridades, de mutuas diferencias e identidades incomunicables. No hay, quizás, palabra que mejor lo exprese que solidaridad. Solidaridad recíproca, porque mutuo es el amor. Solidaridad de soledades, porque la soledad recibe su solidez y adquiere espesor y consistencia desde la presencia percibida y amada de otra soledad. Solidaridad sin la que no hay solidez, sino tan sólo liviandad e inconsistencia. Es el cara a cara de las mutuas presencias lo que torna sólidas las soledades y las libera de la evanescencia a que toda ausencia -todo volver el rostro- inevitablemente lleva. Es, entonces, este hacerse sólidas, este solidarse de las copresencias de las soledades, el nombre y la esencia del amor real y posible entre los hombres. Solidaridad que es amor cuando éste es sí mismo, mutua presencia solidificante del uno y del otro, y celoso pastor de las diferencias para que no se desintegren las identidades.

     Por el amor crecen y maduran las diferencias hasta llegar a manifestarse como lo que son: un don en el que el infranqueable misterio del secreto innominado que guardan es el rostro siempre diferente y siempre nuevo que adquiere aquello que decimos ser la Vida. Y es por el amor por el que también crecen y maduran las soledades, imágenes vivientes del Universo que son y de la Vida que en él se revela.

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