miércoles, 20 de enero de 2010

El silencio de Job



Aconteció en la ciudad de Uz. Un día los hijos de Dios fueron a Su presencia. Entre ellos se encontraba Satán. Lo vio Dios y le preguntó de dónde venía. Respondió que de haber recorrido la tierra. Dios le dijo que, habiéndola recorrido, habría visto no haber en ella nadie que se asemejara a Job, hombre sencillo, recto, respetuoso de Dios y alejado del mal. Satán le respondió que, si bien Job así se comportaba, lo hacía en razón de los beneficios que de Él recibía. Con esto sutilmente insinuaba que Dios o era  ingenuo o ignoraba las motivaciones de Job.
Le propuso entonces que le quitara todos los bienes de modo que pudiera tener la certeza de la desinteresada fidelidad de Job, o de su interesado comportamiento. Dios aceptó el reto y dejó la suerte -no la vida- de Job en manos de Satán.
Fue así que Job perdió esposa, hijos y todos sus bienes. No obstante permaneció fiel a Dios.
En similar oportunidad y lugar, el encuentro de Satán con Dios se reiteró. El desafío no se centró ya en los bienes, sino en la carne misma de Job.
No obstante haber perdido familia, bienes y tener llagado su cuerpo, Job permaneció fiel a Dios.
Satán perdió también esta apuesta, Nada dicen al respecto las Escrituras sobre este su fracaso. Ni de la necesidad que Dios tuvo -siendo omnisciente- de haber apostado.
Job, finalmente, dijo que, habiendo hablado Dios y habiendo hablado él,  ya no lo haría.
Sepultados en la anécdota quedaron los jugadores de esa indigna apuesta.
Job tuvo una nueva familia y murió rico y longevo. Cumplió su palabra: su silencio sobrevivió a los avatares de su existencia y a esa mítica apuesta entre Dios y Satán.
Todo aquel que opta por su humanidad encontrará en Job el arquetipo de lo humano habitado por la transcendencia raigal de la propia e irrenunciable mismidad.
No consta en el relato bíblico que Job se hubiera enterado de haber sido objeto de una apuesta entre ese su dios y Satán. De haber sido así, su humillación y su silencio tendrían una densidad tal que, desde lo indecible de su índole, tornaría vana toda palabra.


No es inteligible para los humanos el sufrimiento. Su realidad se impone indubitable. Su inteligibilidad, inalcanzable. No se lo acepta por convicción, sino por impotencia para erradicarlo. De allí que las más de las veces se silencia su realidad. Y, cuando se le abre un espacio a la reflexión, se construyen teologías fantasiosas en su intento por justificarlo. Ninguna de ellas regenera lo que el sufrimiento destruye. Tan sólo intentan ese cambio de actitud que lo recluye en la negación de su inexplicable e inquietante realidad.
Se ha adjudicado su origen a una primigenia culpa humana que hizo de todo viviente, y del universo mismo, un misterio más impenetrable que el de su emerger desde una nada impensable.
Sólo la perplejidad y la impotencia por erradicarlo acompañan día a día la existencia del viviente humano.
Se dirá que son muchos los sufrimientos. Pero ninguno de ellos alcanza, no obstante su infinito potencial de adjetivación, consistencia racional.



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